De pequeño solía sentarme en una
pronunciada cuesta de la carretera de mi pueblo, a la que no sé por qué
llamaban la cuesta del francés. Veía subir aquellos Pegasos traqueteando despidiendo
un humor infernal y entonces, algunos, vencidos por el peso de su carga,
paraban con su ultima exhalación en un bar de carretera situado en lo más
pendiente de la cuesta que se llamaba “El descanso de la cuesta”.
Allí pasé muchos días de verano, las
mercancías tenían la facultad de hablarme y de decirme si iban o venían, si
eran ladrillos para construir palacios o sacos de harina para hacer dulces
pasteles. A aquellos poderosos Pegasos el tiempo los venció y los metió en el
saco del olvido, y a los parroquianos del Descanso de la cuesta, una nueva y
lejana autovía hace mucho tiempo que se los llevó. Ahora los nuevos y
confortables camiones con los que hoy me cruzo por la carretera, parece que sus
mercancías han perdido la facultad de hablar, callan, no dicen nada, si van o
vienen, aunque a veces, casi con un sonido imperceptible, las escucho hablar de
dinero, del valor que tienen en el mercado, de acciones de sus empresas, de que
quieren ser rápidas y fugaces, correr y correr, sin parar, sin mirar atrás.
Ya hace muchos años que no subo la cuesta
del francés, su cima se ha convertido en tierra de abandono y de olvido. Pero a
veces me parece escuchar el eco del aquel bravo Pegaso, luchando, con su carga
a cuestas, quizás buscando la eternidad…
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