El lamento de Ipuwer
Siempre he creído en
las palabras. Mi padre y, antes que él, mi abuelo, creyeron también en ellas,
en el poder de creación que encierran, en la fuerza de sus símbolos que son
capaces de evocar mundos desaparecidos, divinidades invisibles, verdades
encerradas en el corazón de los hombres. Por las palabras se puede dar la vida,
como yo estuve a punto de hacer. Por ellas vale la pena cualquier esfuerzo
porque sólo con pronunciarlas en el secreto de una habitación, frente a la
divinidad que convocamos, sientes el aliento de la tierra, la fuerza del dios
en tu boca.
Mi nombre es Ipuwer,
Ipu el príncipe de los escribas, me llamaban hace algún tiempo, cuando la
palabra era un arcano secreto, un misterio que los sacerdotes escribas como yo
pronunciábamos con la unción de lo que está por crear, de aquello que irá
tomando forma en nuestro interior. Cierro los ojos, ahora que llego al final de
todos los caminos, y recuerdo este tiempo desgraciado que me ha tocado vivir.
Ay, faraón, hijo de Horus, ¡qué desgracia has traído a esta tierra!, ¿por qué
ignoraste tanto tiempo la ley de Ma’at, la prudencia, la justicia que te debían
acompañar? ¿Por qué dejaste a tu pueblo abandonado a su suerte?. Ay, que el
tiempo de la gloria ya se pierde en los tiempos pasados, cuando el hijo del
dios decretaba qué debía hacerse y cómo, cuando el pueblo obedecía aterrado
ante su poderío. Ay, que mi mundo, como el torno de un alfarero, ha girado sin
cesar y ahora todo cambió de lugar: el pobre se viste de riqueza, el noble se
arrastra por el polvo, el ignorante es rey y el sabio no tiene qué comer,
olvidado de todos.
Escuché aquel día el
estrépito que hacían los hombres al forzar la puerta de la Casa de la Vida.
Algunos sacerdotes jóvenes se refugiaban atemorizados entre las estanterías.
Les dije, ¡no tengáis miedo porque el dios estará con nosotros hasta el final!,
¡no tembléis como gallinas prestas al sacrificio!. ¡No olvidéis a quién
servimos!. Uno de ellos, que siempre había sido el más descarado, osó
responderme: ¡A quién servimos no está aquí para defendernos, viejo Ipuwer!. Le
miré con desprecio para contestarle: Sólo servimos a la palabra, joven cobarde,
es la palabra la que nos dignifica protegiéndonos del miedo y la cobardía, de
la herida y el fuego.
Pero creo que no me
escuchaban. Cuando los hombres enloquecidos derribaron la última puerta y
entraron en tropel, me apartaron a un lado de un empujón para abalanzarse sobre
los papiros alineados en sus lugares, la palabra sagrada que sólo debe
pronunciarse en el silencio de los muertos, la palabra que llama al dios para
que nos ayude, nos consuele y tenga piedad de nosotros. Los sacerdotes huyeron,
mezclados entre los asaltantes, mientras yo recitaba en voz alta: “Oh, Thot,
llévame a Hermópolis, tu ciudad, donde la vida es dulce. Cúbreme de comida y
cerveza, guarda mi boca cuando yo hable. Oh, Thot, gran palmera de setenta
codos, dáme tus frutos, bendíceme con el agua de su pulpa para que no olvide
manifestar tu gloria. Oh, Thot, consuélame en la aflicción, haz que mi boca sea
una manantial para cantar tus alabanzas”.
Ya los hombres
desplegaban los papiros, los secretos quedaban desvelados entre risas, algunos
los gritaban desde una ventana, otros extraían de un arcón los títulos de
propiedad, los registros de las tierras, todo era quemado allí mismo. Huí
cuando el fuego prendió en varios papiros y se fue extendiendo inmediatamente
por toda la habitación. Me alejé llorando sin que nadie me dijera nada, todos
riendo alborozados de su hazaña, tantos secretos perdidos, tantas palabras que
ya nada podrían evocar. Oí mi nombre y vi al anciano que cuidaba la puerta de
la Casa de los Libros. Me señaló la espesa humareda que salía de sus
ventanales. Ipuwer, me dijo, vete lejos, hermano, vete. La palabra, susurré,
las palabras perdidas... Nada se ha perdido, príncipe Ipu, sino lo que Amón
quiso que se perdiera. Tú, que has amado tanto las palabras, deja a partir de
ahora que ellas te llamen, abre tu corazón para que vuelvan a surgir.
Me fui pensando en lo
que había dicho. Caminé por las afueras y salí al campo. Todo estaba cambiado.
Los nobles se lamentaban, los pobres se regocijaban con su desgracia. El río se
desbordaba sin que nadie contuviera su aliento ni lo condujera hacia las
tierras feraces de antaño. ¿Qué ha pasado en el mundo, oh, señor de la
Justicia?, grité, ¿qué ha sido del mundo que vivieron mis abuelos, mis padres y
tantas generaciones antes que yo?. ¿Por qué me ha sido dado contemplar tantas
miserias, tanta aflicción?. Los campos abandonados, el oro que escasea, ni
siquiera el cedro para las tumbas llega hasta los que mueren. Ay, si el mundo
acabara finalmente, si todas las mujeres fueran estériles y los niños murieran sin
esperar al mañana. Nada más merecemos sino el final de la vida, la conclusión
de las miserias de los hombres.
Caminé por la orilla del río
sorteando a hombres que peleaban intentando robarse unos a otros, barcas
hundidas, mujeres que lloraban. Anduve diez días y diez noches hasta que llegué
al borde del desierto, allá donde Set tiene su dominio y Atón calcina como el
fuego. Me senté y sentí que mi ka quería volar más allá de mi cuerpo, donde
sería juzgado en la balanza para saber si habría otra vida mejor para mí. Oh,
Thot, musité, he perdido las palabras que me confiaste, las he perdido todas.
Entonces, desalentado, recordé el comentario de aquel viejo, y me serené. Una
paz desconocida fue invadiéndome por dentro, allá donde empecé a sentir el
flujo divino de una nueva palabra que brotaba de mi corazón, de mi vientre, que
modelaba con mis brazos y piernas.
Señor de la Verdad, ése
es tu nombre. He llegado hasta ti con las manos abiertas y el corazón cansado
de maldad. He rechazado la falsedad por ti. No he empobrecido a otros. No hice
mal a nadie. No he desposeído a los hombres de lo que era suyo. No he provocado
hambre, no he calumniado. Ni he matado ni mandado matar. No he arrebatado la
comida de los espíritus, no le quité la leche de los labios a ningún niño. No
retuve ganado de las ofrendas a los dioses. Señor de la Verdad, soy puro como
el Ojo Sagrado en Heliópolis. He amado tu palabra, la he pronunciado siempre
con reverencia. Y ahora aquí me encuentro, desposeído de todo, camino de mi
sentencia, más cerca del polvo que del agua, roto mi corazón y quebradas mis
ilusiones. Finalmente, sólo tengo una cosa dentro de mí, algo que ofrecer para
implorar tu perdón. Tengo la palabra del hombre que sufre, del hombre que pasa
por este mundo con la esperanza de un mañana, del que ama tanto las palabras
que ellas constituyen su vida. Tengo los labios para pronunciarlas, tengo los
ojos de mi interior para construirlas, la lengua que me ayuda a invocarlas, los
dientes que las retienen, las piernas que me permiten extenderlas por doquier.
Tengo la palabra, Señor de la Verdad, la que me hará finalmente inmortal. Deja
que la pronuncie por última vez.
Y así me incliné hasta
que mi frente tocó la tierra, cerré los ojos y llamé a mi dios. No sentí ya
calor alguno, ni viento ni lo ardiente de las arenas. Sólo me llegó el aliento
fresco que había evocado, el dios que acariciaba mi pecho, el que apoyaba su
mejilla contra mi pelo. Supe entonces que el mundo podría hundirse a mi
alrededor pero el mundo era efímero. Cuando terminara entre alaridos de miedo y
huracanes de polvo, cuando ya no quedara ni una vida sobre su superficie,
cuando ni un barco desplegara sus velas sobre el gran río. Entonces, quedaría
la palabra. Y sonreí, conforme.