'La gente decente de este mundo perdió a muchos de sus mejores hombres en España, hombres que sólo querían hacer las cosas mejores para todos nosotros. La resistencia final al fascismo vengará la pérdida de aquellos que previeron lo que significaría y fueron los primeros en combatirlo porque no había otra cosa que pudieran hacer'.
Alvah Bessie
'Si he aprendido una cosa aquí es que no hay nadie imprescindible, que las cosas son y deben ser hechas colectivamente'.
John Cookson
John Cookson había nacido en Cobb, un pueblo de Wisconsin a unos 90 kilómetros al oeste de Madison. John Cookson poseía una mente prodigiosa para la física y las matemáticas. Una vez le escribió una carta a Albert Einstein para hacerle notar un error en una de sus ecuaciones. Einstein le contestó dándole las gracias, tenía razón, se le había pasado por alto.
Adolescente en tiempos de la Gran Depresión sin un centavo en los bolsillos, Cookson frecuenta la biblioteca y memoriza los libros que lee. Su pasión por aprender y compartir lo aprendido le convierten en alguien muy querido en el instituto y luego en la Universidad. Se paga los estudios mecanografiando menús en dos restaurantes de la ciudad y haciendo trabajos para otros estudiantes. Muy interesado por los cristales de cuarzo publica varios artículos en revistas científicas y termina la carrera como adjunto al Departamento de Física y un brillante provenir.
No sólo la ciencia despierta el interés de Cookson, su atenta visión del mundo le hace notar rápido que la injusticia y la desigualdad escapan a toda lógica humana y se hace comunista.
El 20 de enero de 1937, John Cookson, Clarence Kailin, Clyde Lenway, Jimmy Miller, Emil Churchich y Larry Wendorf van en tren a New York y embarcan en el Champlain rumbo a Francia. El 2 de febrero pasan a España y el día 10 entran en el cuartel de las Brigadas Internacionales en Albacete.
John Cookson y Clarence Kailin son grandes amigos desde la adolescencia, y mientras Cookson es adscrito a Transmisiones por ser técnico cualificado de radio, Kailin es enviado a toda prisa al frente del Jarama, donde se chupará 120 días uno detrás de otro parando a los fascistas.
En un permiso de vuelta a Albacete, Kailin se reencuentra con Cookson, que ha aprovechado el tiempo y las circunstancias para seguir aprendiendo: 'en la última Compañía en que estuve había 60 hombres de 14 nacionalidades diferentes. He aprendido a hablar alemán con bastante fluidez, bastante francés para apañármelas y algo de español, con lo que leo muchas cosas', le escribe a su padre.
Kailin vuelve a las trincheras y Cookson será destinado al frente de Madrid, tres meses antes de ser hospitalizado por ictericia. John Cookson mantendrá el contacto con su padre a lo largo de unas sesenta cartas, en las que le explica porqué ha dejado su futuro profesional para embarcarse en una guerra lejana: 'porque el fascismo es mucho peor que la guerra'.
En la correspondencia que mantiene con su padre, John Cookson habla de la guerra española, analiza con lucidez la situación en Europa, denuncia la traición de las democracias occidentales, discute de política, muestra su admiración por la II República y el pueblo español que hace frente al fascismo y es capaz de ver belleza en la frontera con el horror: 'El polvo arrojado por las bombas cientos de metros se deja llevar a la deriva sobre las montañas y llanuras y las magníficas puestas de sol de España están complementadas por un incomparable rojo y morado contra las montañas escarpadas'.
También tiene tiempo para hablar sobre sus inquietudes científicas, en las que siguió avanzando durante la guerra: 'Tengo entendido que ha sido descubierto que las células cancerosas pueden alcanzar diferentes estadios de crecimiento. Si ello es cierto es muy interesante y si alguna vez regreso a los Estados Unidos probablemente trabajaré en ello, concretamente en la influencia sobre las células cancerosas de las ondas de radio de alta frecuencia y las ondas de sonido procedentes del cuarzo'.
O sobre sus certezas sobre el alma: 'Acerca de la supervivencia más allá de la muerte, he visto ahora tanta gente muerta que estoy absolutamente convencido de que no existe tal alma. Pero me gusta todavía la música religiosa, de modo que, por ejemplo, al ir hoy a la ciudad, pasé por delante de una iglesia y me detuve para escuchar un coro femenino muy bello'.
Cookson es muy querido por sus compañeros, que en los momentos de descanso nocturno escuchan fascinados sus charlas de astronomía, cristalografía o la exposición de un fantástico proyecto para construir una gigantesca presa en el estrecho de Gibraltar que proveerá de electricidad y regadío a la Europa meridional y el norte de África.
John Cookson pasará varios meses en el frente, restableciendo comunicaciones, cargado con sus cables, llegando a dirigir un equipo que se ha quedado sin oficiales y una noche se pierde en tierra de nadie hasta que se integran en una columna que parece ir al frente. Cuando empieza a clarear perciben que son soldados del ejército sublevado y aprovechando las últimas sombras y un recodo en el camino ponen pies en polvorosa.
En septiembre de 1938, Cookson y Kailin se vuelven a encontrar en plena batalla del Ebro. Ni siquiera pueden cruzar unas palabras, sólo un saludo con la mano, cada uno en una dirección.
El 9 de septiembre Cookson recibe la última carta de su padre: 'Mi querido John. Mantente haciendo tu buen trabajo. Podría ser en vano, pero no hay vuelta de hoja, si yo tuviera tu edad, también estaría contigo. Mi salud es mala, mi corazón está agotado. Si ya no estoy aquí cuando tú vuelvas, recuerda siempre que estaré contento de tu regreso. Tendría más razón un hombre en morir joven habiendo muerto por una causa que en vivir una vida entera sin ninguna. Escríbeme tan a menudo como puedas. Con cariño, Papá'.
En la mañana del 11 de septiembre, los intensos bombardeos fascistas han roto las líneas de comunicaciones entre el cuartel general de la Brigada y tres batallones. Transmisiones está en cuadro y Cookson, que ya ha hecho las maletas para volver a casa una vez decidida la retirada de las Brigadas Internacionales de suelo español, se presenta voluntario para salir a restaurar las líneas.
Mientras regresa a toda prisa al cuartel general con un compañero, una granada de fragmentación estalla entre los dos y un pedazo de metralla perfora el corazón de 25 años de John Cookson.
Los compañeros, consternados, deciden enterrarlo en el pueblo de Marçà, en el terreno que cede un campesino. Un brigadista alemán, cantero, esculpe una sencilla lápida con un destornillador. Los habitantes de Marçà cambiarán la tumba de lugar, a un lugar más discreto y escondido, no vaya a mancharla nadie de ignominia, porque saben que los brigadistas enterrados en Fuencarral fueron desenterrados y arrojados a un vertedero.
Nadie descubrirá el lugar, siempre bien cuidado, que se convertirá en el único monumento en memoria de la II República y la democracia durante los años de dictadura militar.
Clarence Kailin sabrá de la muerte de su amigo del alma en octubre, mientras permanece ingresado herido en un hospital de Barcelona. Y jura que no permitirá que su recuerdo quede sepultado. En 1978, ya jubilado, empieza a recuperar testimonios sobre los amigos que conocieron a Cookson y descubre las cartas que envió a su padre y que guarda su hermana. No encuentra quien le publique el material, hasta que por casualidad, en 1989, contacta con Juan María Gómez Ortiz, que traduce, y Manuel Requena, que las edita en ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha..
Clarence Kailin visitó la tumba de John Cookson en 2003, convertida en un espacio restaurado e íntimo de memoria. Allí pidió que esparcieran sus cenizas cuando muriera y así lo hicieron sus hijos en 2010. Allí descansa junto a su amigo John Cookson, aquel joven de Wisconsin que veía brillar cristales de cuarzo en la oscuridad. Allí, en Marçà, en un banco, bajo un árbol, mirando atentamente al cielo nocturno, se pueden ver.