Estaba haciendo otra cosa y de repente me he acordado de una imagen que vi hace 9 años. Estuve tres días en un hostal de Segovia con el propósito de conocer a fondo la ciudad. Desde el Alcázar había visto la iglesia de la Vera Cruz y allá, al fondo, el pueblecito de Zamarramala.
Al día siguiente de aquello me interné por aquel camino un trecho, lo suficiente para volverme y ver la Vera Cruz en primer plano y al fondo, el espléndido Alcázar segoviano. Fue una auténtica paliza pero uno de esos viajes (como los de Ávila o los de Cuenca) que se hacen inolvidables.
Si fuese posible curar las penas con el llanto y resucitar a los muertos con las lágrimas, el oro sería menos valioso que la tristeza. Sófocles, Escirios. Frag 510
jueves, 23 de julio de 2015
viernes, 17 de julio de 2015
La historia de las monjas y la bandera.
Una vieja y emocionante historia de antiguas lealtades en torno a una bandera, tal como la cuenta Pérez Reverte.
La historia de las monjas y la bandera (Arturo Pérez-Reverte)
Hace algunos años, en el canal de entrada de San Juan de Puerto Rico, frente a los castillos del Morro y San Cristóbal, me llamó la atención una enorme bandera española que alguien ondeaba en un edificio blanco próximo a la embocadura.
"Son las monjas", dijo quien me acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. "Y eso es que está entrando un barco español." No hablamos más en ese momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de julio de 1898.
"Son las monjas", dijo quien me acompañaba, que era mi amigo y editor en Puerto Rico Miguel Tapia. "Y eso es que está entrando un barco español." No hablamos más en ese momento, pues estábamos ocupados en otras cosas; pero lo de la bandera y las monjas me picó la curiosidad. Así que después procuré enterarme bien del asunto, que resultó ser una bella historia de lealtades y nostalgias. Algo que realmente comenzó hace más de un siglo, el 16 de julio de 1898.
Aquel fue el año del desastre. Trece días antes, la escuadra del almirante Cervera, que había salido a combatir sin esperanza en el combate más estúpido y heroico de nuestra historia, había sido aniquilada en Santiago de Cuba por el abrumador poder naval norteamericano.
Los buques de guerra yanquis bloqueaban la isla de Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un moderno y rápido buque mercante que había salido de Cádiz con armas y pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: "Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco".
Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo estadounidense. No lo consiguió.
Los buques de guerra yanquis bloqueaban la isla de Puerto Rico, impidiendo la llegada de refuerzos y suministros a las tropas cercadas. En esas circunstancias, el Antonio López, un moderno y rápido buque mercante que había salido de Cádiz con armas y pertrechos para la guarnición, recibió un telegrama con el texto: "Es Que Usted Haga Llegar Preciso El Cargamento Un Puerto Rico Aunque Sí Pierda El Barco".
Veterano, disciplinado, profesional, con los aparejos en su sitio, el capitán del Antonio López, que se llamaba don Ginés Carreras, intentó burlar el bloqueo estadounidense. No lo consiguió.
El 28 de junio, cuando navegando sin luces y pegado a la costa intentaba entrar en San Juan, fue localizado por el USS Yosemite, que lo cañoneó. El capitán Carreras logró escapar a medias, varando el barco en Ensenada Honda, cerca de la playa de Socorro, desde donde en los días siguientes intentó llevar a tierra cuanto podía salvarse del cargamento. Pero dos semanas más tarde, el USS New Orleans se acercó para dar el golpe de gracia, destrozándolo a cañonazos.
Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento. Bajo el bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los que acudieron a ayudar a los náufragos.
Fue entonces cuando se tejió la historia que les cuento. Bajo el bombardeo, un tripulante del Antonio López, que se había atado la bandera del barco a la cintura antes de echarse al agua para intentar ganar tierra a nado, llegó gravemente herido a la orilla. Nunca pudo averiguarse su nombre, pues murió en brazos de un puertorriqueño de los que acudieron a ayudar a los náufragos.
"Que no la agarren", suplicó el marinero mientras moría, señalando la bandera. Y el puertorriqueño cumplió su palabra, quizá porque se llamaba Rocaforte y era de padres gallegos. Hombre supersticioso o religioso, y en cualquier caso hombre de bien, por no incumplir la demanda de un moribundo, la guardó en su casa durante años. Y al fin, un día, pensó en las monjas.
Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y permanecieron allí después de la salida de España y la descarada apropiación de la isla por los Estados Unidos. Acabada la guerra, las hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto.
Eran españolas, de las Siervas de María, instaladas en la isla desde 1897. Atendían un hospital junto a la boca del puerto, y permanecieron allí después de la salida de España y la descarada apropiación de la isla por los Estados Unidos. Acabada la guerra, las hermanas, con la natural nostalgia, adoptaron la costumbre de saludar desde la galería del hospital, agitando sus pañuelos, cada vez que un barco de su lejana patria entraba o salía en el puerto.
Eso dio a Rocaforte la idea de confiarles la bandera. Se presentó en el hospital, contó la historia a la madre superiora, y le entregó la enseña. Y desde entonces, cuando entraba o salía de San Juan un barco español, las monjas hacían ondear en la galería, en vez de pañuelos, la vieja bandera del barco perdido.
Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital de las Siervas de María, ya sólo cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer ondear la bandera en respuesta al saludo de las monjas, que desde la galería agitan la suya.
Todavía lo hacen, un siglo después. De las veintisiete monjas que atienden hoy el hospital de las Siervas de María, ya sólo cinco son compatriotas nuestras. Pero cada vez que un barco español pasa frente al hospital, navegando lentamente por la canal de boyas, su capitán cumple el viejo ritual de dar tres toques de sirena y hacer ondear la bandera en respuesta al saludo de las monjas, que desde la galería agitan la suya.
De haberlo sabido, aquel anónimo marinero del Antonio López que hace ciento doce años se arrojó al mar, intentando ganar la playa bajo el fuego norteamericano con la enseña de su barco atada a la cintura, estaría satisfecho.
lunes, 13 de julio de 2015
Idries Shah
Un asno y un camello caminaban juntos. El camello se movía con pasos largos y pausados. El asno se movía impacientemente tropezándose de vez en cuando. Al fin el asno dijo a su compañero:
-¿Cómo es que me encuentro siempre con problemas, cayéndome y haciéndome rasguños en las patas, a pesar de que miro cuidadosamente al suelo mientras camino, mientras que tú que nunca pareces ser consciente de lo que te rodea, con tus ojos fijos en el horizonte, mantienes un paso tan rápido y fácil en apariencia?
Respondió el camello:
-Tu problema es que tus pasos son demasiados cortos y cuando has visto algo es demasiado tarde para corregir tus movimientos. Miras a tu alrededor y no evalúas lo que ves. Piensas que la prisa es velocidad, imaginas que mirando puedes ver, piensas que ver cerca es lo mismo que ver lejos. Supones que yo miro el horizonte, aunque en realidad sólo contemplo hacia el frente como modo de decidir qué hacer cuando lo lejano se convierta en cercano. También recuerdo lo que ha sucedido antes y así no necesito mirar hacia atrás y tropezar una vez más. De este modo lo que te parece confuso o difícil se vuelve claro y fácil.
Idries Shah, El yo dominante
-¿Cómo es que me encuentro siempre con problemas, cayéndome y haciéndome rasguños en las patas, a pesar de que miro cuidadosamente al suelo mientras camino, mientras que tú que nunca pareces ser consciente de lo que te rodea, con tus ojos fijos en el horizonte, mantienes un paso tan rápido y fácil en apariencia?
Respondió el camello:
-Tu problema es que tus pasos son demasiados cortos y cuando has visto algo es demasiado tarde para corregir tus movimientos. Miras a tu alrededor y no evalúas lo que ves. Piensas que la prisa es velocidad, imaginas que mirando puedes ver, piensas que ver cerca es lo mismo que ver lejos. Supones que yo miro el horizonte, aunque en realidad sólo contemplo hacia el frente como modo de decidir qué hacer cuando lo lejano se convierta en cercano. También recuerdo lo que ha sucedido antes y así no necesito mirar hacia atrás y tropezar una vez más. De este modo lo que te parece confuso o difícil se vuelve claro y fácil.
Idries Shah, El yo dominante
viernes, 10 de julio de 2015
Nada más que silencio
Aquella tarde, cuando
apenas hacía una semana que se había instalado en el piso, escuchó por primera
vez las notas desafinadas del piano. Se imaginó por un instante las manos
temblorosas y lentas que las arrancaban de un instrumento seguramente viejo y
destartalado. Flotaban un instante, antes de desaparecer, en el ámbito en
penumbra del patio interior, cuya bóveda encristalada desdibujada el tímido
fulgor de lejanas e imprecisas estrellas.
Supo, tiempo después, que su vecina, de cuyo piso procedía la música, era una anciana que vivía sola y había cumplido los noventa. Su hija, azacaneada por las prisas y el estrés, la visitaba a diario hasta que llegó el momento en que hubo de ponerle una cuidadora, que se instaló a vivir con la vieja porque ésta ya no podía cuidarse por sí misma. Fue entonces cuando empezaron los gritos, los llantos, las despertadas a medianoche, las riñas en voz alta de la cuidadora porque la vieja la despertaba a horas intempestivas por las cosas más nimias: que si un vaso de agua, que si he oído a alguien, que si he visto una sombra; él lo escuchaba todo a través de los finos tabiques que separaban su casa de la de su vecina.
El piano dejó de sonar. Ya no hubo más música, sólo voces destempladas excepto cuando venía la hija de visita, en que todo se volvía parabienes y forzada simpatía. Un día la vieja se cayó y se rompió la cadera. Estuvo ausente casi cuatro meses. Mientras tanto la familia de la cuidadora, con su insoportable música de salsa todo el día sonando a todo volumen, se había instalado a sus anchas en el piso. Pero la vieja volvió, en silla de ruedas y con agudísimos dolores, pero volvió, extraviada en el laberinto de sus terrores, con su demencia senil y sus desvaríos, pero volvió.
Últimamente ya ni la misa de la televisión los domingos por la mañana le ponían, a ella que era tan creyente. Los dolores la martirizaban y los gritos irrumpían en plena noche y despertaban a los vecinos, él incluido, pero la familia no se enteraba de nada; la agonía de la vieja la sufrían los demás, su miedo a la muerte se resolvía en desgarradores gritos que ninguno de los suyos escuchaba, sólo la cuidadora y los vecinos.
Al volver de un fin de semana, se encontró el silencio, un denso y obstinado silencio. La vieja había fallecido, según rezaba un cartel colgado en el ascensor, aquel sábado por la noche. Desapareció la familia de la cuidadora con sus ruidos y su salsa. La noche recuperó el sosiego y el silencio. La muerte, al final, era eso: un denso y obstinado silencio. Solo silencio, nada más que silencio.
Supo, tiempo después, que su vecina, de cuyo piso procedía la música, era una anciana que vivía sola y había cumplido los noventa. Su hija, azacaneada por las prisas y el estrés, la visitaba a diario hasta que llegó el momento en que hubo de ponerle una cuidadora, que se instaló a vivir con la vieja porque ésta ya no podía cuidarse por sí misma. Fue entonces cuando empezaron los gritos, los llantos, las despertadas a medianoche, las riñas en voz alta de la cuidadora porque la vieja la despertaba a horas intempestivas por las cosas más nimias: que si un vaso de agua, que si he oído a alguien, que si he visto una sombra; él lo escuchaba todo a través de los finos tabiques que separaban su casa de la de su vecina.
El piano dejó de sonar. Ya no hubo más música, sólo voces destempladas excepto cuando venía la hija de visita, en que todo se volvía parabienes y forzada simpatía. Un día la vieja se cayó y se rompió la cadera. Estuvo ausente casi cuatro meses. Mientras tanto la familia de la cuidadora, con su insoportable música de salsa todo el día sonando a todo volumen, se había instalado a sus anchas en el piso. Pero la vieja volvió, en silla de ruedas y con agudísimos dolores, pero volvió, extraviada en el laberinto de sus terrores, con su demencia senil y sus desvaríos, pero volvió.
Últimamente ya ni la misa de la televisión los domingos por la mañana le ponían, a ella que era tan creyente. Los dolores la martirizaban y los gritos irrumpían en plena noche y despertaban a los vecinos, él incluido, pero la familia no se enteraba de nada; la agonía de la vieja la sufrían los demás, su miedo a la muerte se resolvía en desgarradores gritos que ninguno de los suyos escuchaba, sólo la cuidadora y los vecinos.
Al volver de un fin de semana, se encontró el silencio, un denso y obstinado silencio. La vieja había fallecido, según rezaba un cartel colgado en el ascensor, aquel sábado por la noche. Desapareció la familia de la cuidadora con sus ruidos y su salsa. La noche recuperó el sosiego y el silencio. La muerte, al final, era eso: un denso y obstinado silencio. Solo silencio, nada más que silencio.
jueves, 9 de julio de 2015
Tana Toraja
Cuenta la leyenda, que los habitantes de Tana Toraja, una región interior de Indonesia, eran temerosos de morir lejos de su zona natal, ya que la dificultad de los caminos obligaba a contratar a un mago que los resucitase para que ellos mismos anduviesen hasta su propia tumba. Esta leyenda se ilustra en las redes sociales con desagradables fotos como las de arriba. Pero en realidad, lo que muestran es un ancestral ritual que todavía hoy perdura.
La muerte para los habitantes de Tana Toraja no tiene el mismo significado que para nosotros. Cuando una persona muere, se hace una celebración en la que se sacrifican animales y se invita al pueblo entero, para despedir al difunto y acompañarlo en su viaje hacia una vida mejor. Las risas y el jolgorio se mezcla con los chillidos agónicos de los animales siendo sacrificados. Al acabar la ceremonia, los cuerpos se meten en cajas de madera, y se colocan en huecos escarbados en lo alto de una pared rocosa, para evitar que el olor llegue a las casas.
Cada pocos años, los habitantes extraen las cajas de los muertos para limpiarlos, en una ceremonia conocida como Ma ‘Nene’, donde además de limpiarlos, se les cambia de ropa y se repara o sustituye la caja si es necesario.
La muerte para los habitantes de Tana Toraja no tiene el mismo significado que para nosotros. Cuando una persona muere, se hace una celebración en la que se sacrifican animales y se invita al pueblo entero, para despedir al difunto y acompañarlo en su viaje hacia una vida mejor. Las risas y el jolgorio se mezcla con los chillidos agónicos de los animales siendo sacrificados. Al acabar la ceremonia, los cuerpos se meten en cajas de madera, y se colocan en huecos escarbados en lo alto de una pared rocosa, para evitar que el olor llegue a las casas.
Cada pocos años, los habitantes extraen las cajas de los muertos para limpiarlos, en una ceremonia conocida como Ma ‘Nene’, donde además de limpiarlos, se les cambia de ropa y se repara o sustituye la caja si es necesario.
jueves, 2 de julio de 2015
"Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, el sufrimiento, la lucha, la pérdida y han encontrado su forma de salir de las profundidades. Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que los llena de humildad y de una profunda inquietud amorosa. La gente bella no surge de la nada".
Elizabeth Kübler-Ross, psiquiata y escritora suizo-estadounidense.
miércoles, 1 de julio de 2015
Camino del Averno en busca de su amada Eurídice, Orfeo encuentra las Furias y los Espectros que le impiden pasar. Entonces canta con dolor:
Sombras esquivas, yo también,
como vosotras, sufro mil dolores;
llevo conmigo mi propio infierno,
lo siento en el fondo de mi corazón.
como vosotras, sufro mil dolores;
llevo conmigo mi propio infierno,
lo siento en el fondo de mi corazón.
Las Furias vacilan:
¡Ah!¡Qué insólito
sentimiento gentil
viene a detener dulcemente
nuestra furia implacable!
sentimiento gentil
viene a detener dulcemente
nuestra furia implacable!
Y Orfeo sigue cantando para que le den paso:
Seríais menos severas
con mis lágrimas,
con mis lamentos,
si por un solo instante sintierais
lo que es morir de amor.
con mis lágrimas,
con mis lamentos,
si por un solo instante sintierais
lo que es morir de amor.
En este diálogo, finalmente, las Furias son vencidas:
Dejemos que chirríen las puertas
sobre sus negros goznes;
y permitamos libre
y seguro paso al vencedor
sobre sus negros goznes;
y permitamos libre
y seguro paso al vencedor
Atención al gran coro de esta ópera de Gluck.
El último abrazo
29 de Octubre de 2013. Dos ingenieros de 19 y 21 años que se encuentran reparando un molino en Ooltgensplaat (Holanda) son sorprendidos por un cortocircuito que provoca un incendio masivo en la góndola, a 67 metros de altura sobre el suelo. El fuego corta la línea de evacuación. Un cable que les permitiría descender por el interior de la torre hasta el suelo. No hay cuerdas, ni tirolinas exteriores, ni paracaídas, ni sistema anti incendios. Ambos saben que no tienen salida. Están solos. La angustia es brutal, pero ello no les impide estar juntos y consolarse hasta el último momento.
Uno de ellos terminará tirándose desesperado al vacío. El otro fue encontrado calcinado por los bomberos en el interior de la góndola. La foto y el gesto no tardó en hacerse viral.
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