¿Qué haríamos sin memoria, sin el recuerdo de lo vivido, sin el sabor de aquellos años en que fuimos otros, tan distintos, casi irreconocibles hoy? Si no hay memoria, si no hay esperanza ¿qué queda en nuestra vida? Eso pensaba al ver a aquellos ancianos, algunos sin recordar siquiera cuál era su nombre, quiénes sus hijos que les visitaban con cara resignada y cierto hastío. Murmurando palabras que eran trozos de un tiempo que ya aparecía desconectado de otro, en una mezcla de recuerdos perdidos que sobresalían como islas en un mar de olvido.
La memoria es un entramado de hilos enlazados entre sí, de manera que si se tira de uno la vibración llega hasta otro y el cuadro va creciendo: imágenes, palabras, sensaciones, sentimientos… Todo aquello que va emergiendo de ese almacén polvoriento que ha crecido con los años, sale a la luz y muestra aquel brillo que tuvo hasta hacer que los viejos sentimientos vuelvan y lloremos a veces, como esos ancianos que han perdido hasta su pasado, lloremos sin saber por qué, por el destino de nuestros días, por la pérdida de los sueños, de aquellos que fuimos, por las personas que amamos y que casi habíamos olvidado, preocupados por nuestro diario quehacer.
Pero esa memoria recuperada ya no es lo sucedido realmente porque entonces quien lo vivió fue otro, aunque creamos que éramos nosotros mismos. Aquel joven era distinto dequien ahora ahonda en sus recuerdos, observando, interpretando, dando significados diferentes de aquellos que tuvieron. Porque nuestro presente no es sólo lo que nos sucede sino la forma en que lo afrontamos, cómo le damos un sentido que hemos formado por nuestra experiencia, a través de los años pasados. Por eso el río discurre sin vuelta atrás y, como el sabio griego, nos bañamos cada vez en un agua distinta. Nada es igual, aunque vuelva, no somos los mismos que aquellos que vivieron lo que recordamos. Hay algo latente, profundo, como una corriente subterránea, por la que nos identificamos con los que fuimos, pero pensar que éramos aquel resulta un espejismo.
Me iré, piensa, y todos mis recuerdos irán conmigo. Dejaré de observar este río que fluye incansable hacia tierras lejanas, perderé tal vez el recuerdo de los detalles, de la forma de las casas, los retazos de conversación con todos los que conocí. Mi vida, piensa, se irá perdiendo entre los recodos de un cauce, empujado por el río hacia un mar donde todo se confunda, recuerdos y memoria, hasta desaparecer. Pero he vivido, se dice, y aún lo sigo haciendo. Y antes de que todo desaparezca, recuerdos y memoria, sueños y alegrías, pesares y esperanzas, he de agarrarme a ello, atrapar la memoria esquiva con la firmeza de una red imposible, de un empeño que es derrota y voluntad, necesidad apremiante de que la vida no escape del todo, que la memoria no nos traicione. Lo he de atrapar con palabras porque sólo me quedan éstas junto a este río que me lleva, que me arrastra sobre las piedras del fondo sin dejarme agarrar a los matorrales de la ribera. Palabras, palabras, ecos de vida, rumor de sueños.
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