domingo, 25 de julio de 2010

Caminante

No sé si nostalgia es la palabra exacta para describir la sensación que tiene el caminante que observa el valle que se extiende a sus pies. Tal vez es una paz difícil de encontrar, un regalo de la tarde a medida que el sol se pone tras las montañas a tu derecha, la caricia del viento que recuerda constantemente su presencia sin molestar la sensación de íntima alegría que te llena por dentro. Porque es cierta una cosa, que la visión es más clara desde lo alto. Toda la sierra frente a ti y su sima y los caminos que atraviesan las montañas, todo se extiende como si fuera un mundo entero y no hubiera nada más allá.

Tal vez fuera por prolongar esa íntima sensación, por el deseo de ir tan lejos como pudiera, que bordeé la ermita por la izquierda y vislumbré un sendero quebrado, apenas distinguible, junto al abismo. Lo seguí un largo trecho hasta concluir que no llevaba en sí a ninguna parte sino que se iba transformando poco a poco en piedras dentro de un orden confuso, hierbas y arbustos que se entremezclaban con aquel remedo de camino hasta hacerlo desaparecer.

Entonces, dejando la ermita a mi izquierda, enfrentado a la sierra, escuchando el lejano balido de las ovejas, el tintineo de los cencerros, fue cuando me di cuenta de la rotunda belleza de ese lugar, de esa amplitud que te abre el alma, cuando concluí que por aquel momento, sólo por él, merecía la pena visitar el pueblo y el valle, recorrer sus caminos, buscar sus rincones, enamorarte de su silencio apenas roto por esquilas y cencerros.



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