Hoy, venía pensando en como contar la historia de un árbol. Debería ser una historia alegre, hermosa y bonita, es la de un árbol conocedor de muchas historias, las muchas que ha visto y compartido con muchas personas en secreto, en su, posiblemente, corta vida.
Vivía al lado de una era, debajo de su fronda, en su recio tronco, sobre el tocón de una rama vieja, se colgaba el botijo que saciaba la sed, permitía, a trilladoras y trilladores, cuando las caballerías daban vueltas y vueltas arrastrando el trillo que quebrantaba la mies, echar una miaja de descanso bajo su sombra liando un cigarro que les ayudaba a abrirse y a contarse sus problemas, o a hacerse un requiebro mientras esperaban para poder aventar la parva y recoger el grano; también sabe de las fiestas, con meriendas de "tajás" de la orza y vino con porrón, y de los bailes y cantes picajosos y provocadores, con guitarra y acordeón, de la gente del monte al terminar la trilla; igualmente sabe, de los juegos y de los descubrimientos de nosotros, los primos y primas, que en aquellos años de nuestra pubertad, averiguábamos, cuando nos reuníamos a su alrededor, contándonos, en cuchicheos nuestros secretos; es la historia de un olmo, del olmo de Casa Quemá, el de la era de Casa Quemá, en la sierra de Ayora, donde pasé, como digo, junto a mis hermanos y primos, mis primeros diez y ocho o veinte veranos y me aficioné a la caza y a querer y a descubrir la naturaleza.
Y tengo que llorar, o mejor recordar con cariño a ese olmo, un olmo frondoso, enhiesto y desafiante; lleno de belleza, majestuoso y acogedor, marcando altivo su lugar al divisarse desde la lejanía en un monte cubierto de pinos, romeros, jedreas, aliagas y carrascones, sobresalía por encima de los pinos y de las rugosas y duras carrascas, sirviendo de parada a torcaces, tórtolas, jilgueros y verderones que cruzaban por el cielo y a los milanos y halcones que desde su altura oteaban su entorno de caza, que un día enfermó de tristeza cuando los tractores suplantaron a las caballerías, y las cosechadores y trilladoras a la era que perdió su jolgorio y ajetreo en la época de trilla, pasando a servir de trastero de aperos metálicos, fríos e inertes, con los que el olmo no podía compartir nada, y además, nosotros al ir haciéndonos mayores, fuimos cogiendo otros derroteros donde pasar los veranos, abandonándolo a su suerte.
Hace unos días pasé cerca de él y al mirarlo me emocioné. El olmo había muerto. Sabía que hacía años estaba perdiendo sus hojas que se habían vuelto amarillentas; dijeron que un rayo en una tormenta le había roto una rama dejándolo malherido, que una enfermedad estaba acabando con todos los olmos, yo sé que no, que el olmo ha muerto de nostalgia, lleno de tristeza por culpa de la soledad. ¡Que pena!
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