La mujer más fea del mundo vendía cupones frente a mi ventana. Se llamaba
Concha. Murió hace tres años. El conductor de un Opel Corsa de color plateado
conducía distraído y dio un volantazo para no atropellar a una mujer que
cruzaba la calle con su bebé en brazos, tan feliz con su reciente maternidad
después de cinco años de intentos que no se fijó ni en el coche que se
abalanzaba sobre ella ni en la pareja que esperaba a que el semáforo cambiase a
verde en la esquina de la izquierda, justo en el cruce entre la calle Valencia
y la Virgen del Carmen. Se la llevó por delante. A Concha. El coche le deshizo
el abrazo cariñoso de su marido, que le tenía pasado el brazo derecho por
encima de los hombros, como si la acurrucase, y la lanzó junto al buzón de
correos, dejándolo desnudo sin ella. Sin Concha. Ahí quedó, ovillada, con la
cabeza junto al pecho, como un animal asustado. Los cupones que llevaba
colgados en la pechera volaron como confeti. Las gafas de sol quedaron a medio
camino, más cerca del bastón que de Concha. El marido no se movió de la acera
en la que sólo un segundo atrás le había preguntado si querría comer emperador
a la plancha o sepia encebollada, y de no haber sido por la mujer, el bebé y el
Corsa, Concha hubiera contestado que prefería la sepia porque hacía tiempo que
no la tomaban y, si acaso, un vasito de gazpacho de primero, y quién sabe si
hasta habría apretado con ternura la mano que le colgaba por el hombro y le
hubiera dicho que le quería, porque hacía más tiempo que esas palabras no salían
de su boca que la sepia encebollada no entraba por ella, y eso que le quería más
que a su propia vida, pero a veces, la vida hace de menos a las palabras, les
quita importancia, nos enreda para que pensemos que no vale la pena que las
digamos, que ya todos saben.
Para él, no era ningún problema: sabía cuánto la quería, aunque no se lo
dijera tanto como a él, porque a él los te quiero, los cariño, los guapa,
bonita, hermosa, los alma mía se le caían de los labios cada vez que los abría.
Concha se sabía la mujer más amada de la tierra y se sentía la más bella que la
pisaba porque no veía más mundo que el que le contaba él. Y él se había pasado
la vida diciéndole lo rebonita que era. Concha, le decía, Concha, vida mía, ay,
el brillo de tu pelo, Concha, la guitarra de tu cuerpo que me tiene loco,
Concha, Conchita, amor mío, las perlas de tu boca, que soy el hombre más rico
del mundo, porque tengo nada más que para mí todos los tesoros. Y Concha, ciega
de nacimiento, no podía ni imaginar que las perlas de la boca eran de color
ambarino, ni que la guitarra de su cuerpo parecía más bien un violón, ni que el
brillo de su pelo fuera oscuro como boca de lobo. Concha no podía ni imaginar
que a los siete años la viruela le marcó la cara, ni que sus labios eran finos
y abombados, labios de payaso triste por más que sonrieran, ni que tenía la
cabeza grande, el cuello pequeño, los hombros estrechos, las caderas anchas,
las piernas zambas, los pies anchos. Ni lo sabía ni le importaba, porque ella a
lo que le valía era la sinceridad de la voz de su marido, suyo y de nadie más
desde que él tenía veintidós años y ella diecinueve, y su voz le decía verdades
como puños que ella no tenía por qué poner en duda: que era hermosa, que la
quería.
Esa era su realidad. La realidad de la mujer más fea del mundo que nunca
supo que lo fue. Una realidad construida con pequeños embustes o con grandes
mentiras, según se mire, pero que a ella le servía para vivir. Una realidad
irreal. Como la nuestra.
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