La primera vez que la vi estaba de pie frente a la ventana del
vagón cafetería. Llevaba botas de cuero y medias negras. El tren iba de
Barcelona a Madrid , y ella, con el Mediterráneo y el cielo de fondo,
parecía un cuadro de Sorolla.
Soy vendedor de alfombras para hoteles y siempre viajo en tren, el
único transporte que permite tomar café y hacer llamadas telefónicas. Mi
oficina es el asiento. Y en este despacho solitario, mi entretenimiento
favorito es imaginar las historias de los pasajeros. Si me siento frente a un
señor con traje y corbata, imagino que finge tener un trabajo normal pero en
realidad es asaltante de bancos, y busca nuevos objetivos alejados de su
ciudad. Si encuentro a un hombre que no para de hablar por teléfono, sospecho
que está tratando de disuadir a su amante de que le confiese su relación a su
esposa. Si veo a alguien, con cara de profesor, y leyendo libros de
matemáticas del antiguo Egipto, pienso que se trata de un espía internacional
escondido en la identidad del un despistado profesor de universidad. Es un
hobby habitual, casi automático, que disfruto más que el cine, donde uno
siempre sabe de antemano cómo van a acabar las historias.
Pero la mujer de la ventana era distinta. Ella no tenía una
historia. Me resultaba imposible adjudicarle un sentido, una motivación o un
contexto. Estaba hecha sólo de presente. Y en segundo
lugar, aunque nada en su semblante lo advertía, entendí desde el primer momento
que ella también era una cazadora furtiva de personajes, que me había
descubierto a mí, y que entre nosotros se establecía es ese instante una
relación especial. No, no estoy hablando de sexo. De hecho, ni siquiera nos
hablamos. Nuestra historia sólo podía estar hecha de silencios.
Volvimos a encontrarnos dos meses después, en el coche bar de un
Madrid-Gijón. Esta vez, su falda verde combinaba con el paisaje montañoso de
las ventanas. No hice ninguna llamada durante ese viaje. Me limité a disfrutar
de su presencia, mirando de vez en cuando a otro lado para que ella pudiese
verme a mí.
A partir de entonces, nuestros encuentros se hicieron más
frecuentes. La vi con fondo de molinos castellanos y despeñaperros, entre
rías y pinares. A menudo su presencia no era tan obvia. Se sugería dejando un
pañuelo en el asiento o un borrón de carmín en el espejo del baño. Sólo yo
sabía que eran sus señales, y que lo nuestro se parecía sospechosamente al
amor.
Ayer, finalmente, me concedieron un ascenso. Mi jefe me anunció
sonriente que ya no tendría que viajar tanto, y sólo lo haría a destinos
europeos y en avión.
Hoy renuncié al trabajo...
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