Érase un hombre que quería una estrella y cada noche de los últimos años se arrebujaba en su cama y pensaba en ellas, las luces parpadeantes y constantes, su belleza misteriosa e inasequible. Se levantaba a veces y contemplaba el pedazo de cielo estrellado que le era posible ver entre los edificios vecinos. Miraba su casa, pequeña, desordenada. Su mujer dormía y respiraba levemente formando un bulto bajo las sábanas.
Siempre quiso ser un hombre mejor de lo que fue y no sabía qué tenía su vida que había conseguido llevarle donde no debía estar. Recordaba la fantasía de su niñez, las ilusiones de su juventud y gran parte lo sentía perdido. Agobiado de miedos y obligaciones miraba el cielo y quería ser una estrella, una que brillase con una luz propia que le permitiese iluminar los años perdidos, el tiempo fugitivo.
El hombre soñó al fin que lo era, que era un sol, una luz, una estrella. Observó su mundo muy lejano girando lentamente en la oscuridad del universo. Apenas era una sombra, una oscura materia escondida entre los pliegues de la noche. Al sentirse solo miró a su alrededor y vio otras estrellas que parpadeaban, todas ellas mirando con atención aquel pedacito oscuro de cielo, aquella tierra lejana. Comprendió, al fin, que todos los hombres son estrellas y por eso, al anochecer, se le iba la luz al mundo, porque con los sueños de cada uno se abría una luz en el cielo.
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