Da igual que sea de noche o de día. El miedo es libre y cada
uno teme lo que no conoce. Puede que fueran pasos de persona o de animal, o el
rastro de una serpiente. Una cortina moviéndose en una ventana lo llevaba al
pánico y se imaginaba las bocas de extraños monstruos que conseguían licuar los
vidrios. Así fueron las cosas en la infancia de Kenji, entre el mundo y él se alzaban extrañas
incomprensiones.
Después llegaron los tiempos de la escuela y el miedo no
remitió. Ya no se trataba del rugido del perro del vecino ni tampoco del trueno que viene después de la luz del
relámpago. El temor a todo lo que no conocía se instalaba a menudo en la mirada
de los compañeros de clase. Kenji no era capaz de ver en las pupilas de los
otros alumnos si lo querían bien o si, al contrario estaban urdiendo algún
manera de hundirlo en su miedo. Se refugió en brazos de una novia tenue y
maternal que lo cubría de abrazos y que lo distraía de la parte oscura del
mundo. Allí fue donde Kenji sintió una cierta felicidad y se dejo llevar en la
compresión y la suavidad de un fututo amable.
Pero en esas que llegó el dolor.
Su novia de repente se refugió en el
sofá y se dejó querer por los cojines. Los médicos no sabían qué hacer y
mucho menos que decir. El dolor aumentaba y la vida de su novia se iba apagando
lentamente. Una noche, la mujer que quería había desaparecido. Algunos vecinos
la vieron escalando por la montaña hasta llegar a las primeras nieves para allí
dejarse morir como mueren las ramas de los arboles de verano cuando llega los
primeros fríos.
La muerte no tiene nada que ver
con la burocracia. La Administración estaba dispuesta a ampliar sus territorios
y a eso se le acostumbraba a llamar guerra. Kenji, de nuevo con su
miedo en el cuerpo, fue liberado
de la primera línea de combate y acabó siendo entronizado en el punto más alto de
un mirador de un país continental que acababa
de ser conquistado por la tropas imperiales. El trabajo de Kenji era
mirar la lejanía pero en realidad se dedicaba a mirarse hacia dentro, allí
donde la desconfianza era constante y el recuerdo de los días perdidos no hacía
más que crecer.
Incapaz de bajar de su pequeña
atalaya, Kenji decidió quedarse a vivir arriba de su columna y desde allí
imaginar un mundo en el cual no habría más miedo que la de sí mismo. En la
soledad de su mirador solía cerrar los ojos y ver la vida a trazas de
prismáticos. Cada hora, Kenji se comunicaba con el alto mando para una eventual
llegada del enemigo, pero ni tan solo el enemigo tenía cara. A mucho estirar,
ruido de pasos, de cuerpos arrastrados. Sin novedad en el lugar de vigilancia. Hasta que un día, cegado
por la melancolía , Kenji decidió que ya había vivido demasiado. Y entonces apareció
el enemigo. Subió por el mirador y, de un golpe limpio, cortó la cabeza a
Kenji. El miedo de toda una vida había sido inútil.
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