miércoles, 15 de enero de 2014

Una vida de miedo

Da igual que sea  de noche o de día. El miedo es libre y cada uno teme lo que no conoce. Puede que fueran pasos de persona o de animal, o el rastro de una serpiente. Una cortina moviéndose en una ventana lo llevaba al pánico y se imaginaba las bocas de extraños monstruos que conseguían licuar los vidrios. Así fueron las cosas en la infancia de Kenji,  entre el mundo y él se alzaban extrañas incomprensiones.

Después llegaron  los tiempos de la escuela y el miedo no remitió. Ya no se trataba del rugido del perro del vecino ni tampoco  del trueno que viene después de la luz del relámpago. El temor a todo lo que no conocía se instalaba a menudo en la mirada de los compañeros de clase. Kenji no era capaz de ver en las pupilas de los otros alumnos si lo querían bien o si, al contrario estaban urdiendo algún manera de hundirlo en su miedo. Se refugió en brazos de una novia tenue y maternal que lo cubría de abrazos y que lo distraía de la parte oscura del mundo. Allí fue donde Kenji sintió una cierta felicidad y se dejo llevar en la compresión y la suavidad de un fututo amable.

Pero en esas que llegó el dolor. Su novia de repente se refugió en el  sofá y se dejó querer por los cojines. Los médicos no sabían qué hacer y mucho menos que decir. El dolor aumentaba y la vida de su novia se iba apagando lentamente. Una noche, la mujer que quería había desaparecido. Algunos vecinos la vieron escalando por la montaña hasta llegar a las primeras nieves para allí dejarse morir como mueren las ramas de los arboles de verano cuando llega los primeros fríos.

La muerte no tiene nada que ver con la burocracia. La Administración estaba dispuesta a ampliar sus territorios y a eso se le acostumbraba a llamar guerra. Kenji, de nuevo con  su  miedo en el  cuerpo, fue liberado de la primera línea de combate y acabó siendo entronizado en el punto más alto de un mirador de un país continental que acababa  de ser conquistado por la tropas imperiales. El trabajo de Kenji era mirar la lejanía pero en realidad se dedicaba a mirarse hacia dentro, allí donde la desconfianza era constante y el recuerdo de los días perdidos no hacía más que crecer.

Incapaz de bajar de su pequeña atalaya, Kenji decidió quedarse a vivir arriba de su columna y desde allí imaginar un mundo en el cual no habría más miedo que la de sí mismo. En la soledad de su mirador solía cerrar los ojos y ver la vida a trazas de prismáticos. Cada hora, Kenji se comunicaba con el alto mando para una eventual llegada del enemigo, pero ni tan solo el enemigo tenía cara. A mucho estirar, ruido de pasos, de cuerpos arrastrados. Sin novedad en el  lugar de vigilancia. Hasta que un día, cegado por la melancolía , Kenji  decidió  que ya había vivido demasiado. Y entonces apareció el enemigo. Subió por el mirador y, de un golpe limpio, cortó la cabeza a Kenji. El miedo de toda una vida había sido inútil.


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