jueves, 11 de agosto de 2016

Stella Díaz Varín

'Una sola será mi lucha
y mi triunfo;
encontrar la palabra escondida
aquella vez de nuestro pacto secreto
a pocos días de terminar la infancia'.
Hoy hace 90 años se venía al mundo Stella Díaz Varín, hija de un relojero anarquista que le hablaba de cosas hermosas y una dama de estirpe francesa que vivió tiempos mejores. Stella Díaz Varín se vino al mundo porque el mundo la echaba en falta y ya empezó a escribir sus primeros poemas cuando niña, allá en La Serena, frente al mar.
Al cumplir los 21 años decidió que se iba a la capital, a estudiar Medicina, interesada como estaba en la psiquiatría. Su hermano mayor, el hombre de la casa tras la muerte una década antes del padre, le dijo que no, y para rubricarlo le soltó varios bofetones, mientras mamá también apostaba por el nones acompañado de sonora llorera. Stella se largó al día siguiente sin volver a pedir permiso para nada.
Para pagarse los estudios trabaja de periodista, especialista en reportajes en los bajos fondos y artículos de denuncia. No llegará a fin de carrera y apenas a fin de mes, o la despiden por sus artículos, por denunciar la tala de árboles de la Alameda decidida por el alcalde, o las autoridades cierran los periódicos en los que trabaja. Es la época con González Videla de presidente, que tras ganar las elecciones con el apoyo del Partido Comunista, en agradecimiento, declara prohibido el Partido Comunista y abierta la veda del rojo.
Stella no se rinde, nunca lo hizo, y publica su primer libro de poesía en 1949, Razón de mi ser. La melena roja y la voz ronca de Stella empiezan a ser imprescindibles en las tertulias y veladas bohemias en los cafés Iris e Il Bosco. Allí comparte palabras y cama con Nicanor Parra y Alejandro Jodorowsky, y muchas horas con Enrique Lihn, José Donoso, Pablo Neruda y todo el ambiente cultural y artístico del Chile de los 50.
Entre los efluvios de humo y alcohol emerge la presencia de Stella, que atrae a más de uno con la suficiencia que da llevar plata en el bolsillo frente a quien pasa hambre y apura botellas. Pero cuando Stella dice no, es que no, y si hace falta suelta un mamporro a los cortos de entendederas, a ver si les enciende la lámpara floja de la neurona. No le perdonan ser mujer libre y fuerte. Un día la esperan camino de casa y la violan. Queda embarazada de su hijo Rodrigo.
Stella se casa con el arquitecto Luis Viveros, que le ayuda a publicar Sinfonía del hombre fósil (1953), al que seguirá Tiempo, medida imaginaria (1959). En 1960 hospedarán, muy a pesar de su marido, a Allen Ginsberg, en una estancia prolija en juergas que inspiran aquel poema de Ginsberg que empezaba con un 'Thank you! Viva la mariguana! Viva Príapo!' y solicitaba un 'por favor amo, puedo besar sus tobillos y su alma'.
La fiesta termina en 1973 con el golpe de Estado. Los militares la sacan a rastras de su casa y le rompen los dientes, a ver si se calla de una puta vez. De vuelta a casa cuelga fotos del Che Guevara en la ventana. Un día la camioneta de vigilancia que sigue sus pasos se lanza contra ella, la atropella y le machaca las piernas. Acaba en la morgue. En la morgue se despierta, entre cuerpos acribillados, destrozados, que ella se morirá cuando le dé la gana.
En los 90 llegan Los dones previsibles y los premios, además de un homenaje por todo lo alto en Cuba. Su poesía, que se considera fundamental para todo lo que ha venido después de los 50 en la poesía chilena, se estudia en diversas universidades estadounidenses, donde la conocen como la Bukowski chilena.
Siguió hasta el final con sus cigarrillos colgando insolentes de los labios, su petaca de licor para salvar cualquier mal café, el humo de los días con escasa plata en los bolsillos. A los 79 años le concedieron una beca del Fondo Nacional Libro para financiar un nuevo proyecto literario. Y decidió morirse, cansada de batallar diez años con un cáncer de mama y de vivir ya con tantos amigos muertos. Luego vinieron los homenajes. De haber estado presente igual acaba soltando algún combo. Ni Bukowski, ni leches, Stella Díaz Varín y punto.
'No quiero
Que mis muertos descansen en paz
Tienen la obligación
De estar presentes
Vivientes en cada flor que me robo
A escondidas
Al filo de la medianoche
Cuando los vivos al borde del insomnio
Juegan a los dados
Y enhebran su amargura.
Los conmino a estar presentes
En cada pensamiento que desvelo
No quiero que los míos
Se me olviden bajo tierra
Los que allí los acostaron
No resolvieron la eternidad
No quiero
Que mis muertos me los hundan
Me los ignoren
Me los hagan olvidar
Aquí o allá
En cualquier hemisferio'


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