—Yo no soy Dante —me dijo Pablo— pero también he conocido mi propio infierno. Es mucho más sencillo, no tiene demonios, ni almas ardiendo en el fuego eterno. Es un lugar triste y desolado, alejado de los placeres de la vida, un desierto. Caminamos por él lentamente, encorvados, sin rumbo, nuestros cuerpos consumidos y sin esperanza.
Para estar en este infierno no es necesario estar muerto; tiene sus propios demonios, disfrazados de seres humanos que son tal vez padres, esposos, hijos, amantes; ellos seleccionan fríamente a qué lado nos colocarán. No creo en otro infierno. El infierno está aquí, en este mundo, entre los vivos, algunos lo habitamos. Nos llaman, irónicamente 'refugiados'.
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