En un momento de mi vida que dataría en mis cuarenta años observé que podía prever consecuencias que otros a mi alrededor, más jóvenes o menos reflexivos, no acertaban a adivinar. Me dije entonces que sentía como si fuera una hormiga que, en su caminar, llega hasta el borde de una hoja para seguir haciéndolo por el envés. Sin embargo, la hoja es translúcida y podía observar a otras hormigas que caminaban por el haz de la hoja siguiendo mi camino, ajenas a que yo veía por dónde iban, que sabía dónde habrían de llegar pero de las que me separaba el fino grosor de la hoja, que hacía casi imposible el reconocimiento.
Porque lo cierto es que cada uno debe adquirir su propia sabiduría, vivir sus experiencias, cometer sus errores, navegar en la nube de los pequeños éxitos alcanzados. Esa sabiduría del anciano, los consejos y batallitas que somos capaces de dar, sirven de poco. En el fondo, cada uno cree que lo hará distinto porque es probable que para él la misma experiencia sea diferente, aunque dé lugar a las mismas consecuencias. La sabiduría ajena queda allí, en el fondo de la vida, como un magma que sostiene un conocimiento colectivo en el que recaemos cuando ya hemos sido derrotados por los años y los tropiezos.
Está bien, vamos a suponer que tengo cierta sabiduría, que he aprendido de la vida, que puedo dar valor a los actos y pensamientos, a las ideas y creencias, y actuar en consecuencia. Pero esa sabiduría la he adquirido por mí mismo, del hecho de enfrentarme a la realidad y salir trasquilado o, por el contrario, haber triunfado sobre ella. Cuando era joven escuchaba consejos, advertencias, pero no hacía caso de nadie. Todo lo he comprendido cuando la experiencia ya había pasado: “Sí, cuánta razón tenía fulano, ya me lo advirtió mengano”.
Si esto es así y casi siempre es así ¿de qué me sirve la sabiduría si no puedo transmitirla, si mis consejos entrarán por un oído de los que son más jóvenes y saldrá por el otro? ¿No hice yo lo mismo? Por otra parte, puedes decirte: ¿me es útil? Ciertamente, puedo comprender mejor lo que me sucede y, sobre todo, lo que les sucede a otros, pero ya no puedo intervenir en su vida y la mía no presenta repetidos los retos de antaño.
Cuando vives alguno de esos retos, no dispones del conocimiento para enfrentarte a él, y cuando lo adquieres, ese reto ya ha pasado y no vuelve a presentarse. Aprendemos sobre hechos ya vividos, no para los que vendrán, que son nuevos y distintos. Si además, la sabiduría no podemos transmitirla ¿para qué nos sirve?
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