Hay personas crueles disfrazadas de buenas personas. Son seres que dañan, que agreden mediante un maquiavélico chantaje emocional basado en el temor, la agresión y la culpa. Aparentan amables bondades tras las cuales se esconden ocultos intereses y profundas frustraciones.
A menudo, suele decirse aquello de que “quien hiere es porque en algún momento de su vida también fue dañado”. Que quien fue lastimado, lastima. Sin embargo, y aunque bajo estas ideas no deja de haber una base verídica, hay otro aspecto que no siempre nos gusta admitir. La maldad existe. Las personas crueles, en ocasiones, disponen de ciertos componentes biológicos que les inclinan hacia determinados comportamientos agresivos.
El científico y divulgador Marcelino Cereijido nos señala algo interesante. “No existe el gen de la maldad, pero sí ciertas circunstancias biológicas y culturales que la pueden propiciar”. Lo más complejo de este tema es que muy a menudo, tendemos a buscar etiquetas y patologías a comportamientos que, sencillamente, no entran dentro de los manuales de psicodiagnóstico.
Los actos malvados pueden darse sin necesidad de que haya una enfermedad psicológica subyacente. Todos nosotros, en algún momento, hemos conocido a una persona con este tipo de perfil. Seres que nos obsequian con halagos y atenciones. Personas que caen bien, con éxito social, pero que en privado, perfilan una sombra oscura y muy alargada. En el abismo de sus corazones respira la crueldad, la falta de empatía e incluso la agresividad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario