En la constelación de Centauro, tal vez un poco más allá, un Principito planta una rosa.
Con un soplido voluntario empuja una semilla y deja bailando en el universo la esperanza de un nacimiento.
Es consciente de que es puro azar el llegar a saber dónde acabará o si brotará en alguna otra estrella, o si nacerá rosal... Simplemente regala vida, desinteresadamente, por el puro placer de repartir belleza.
La semilla viaja.
Encuentra a su paso un par de asteroides, cinco cometas, cuatrocientos veinte planetas, cuarenta estrellas y miles de satélites.
Llega a ese que llaman Sol, atraviesa un polvo lunar y por intuición acaricia un rincón del planeta Tierra.
Se deja cuidar por él.
Hecha raíces.
Brota.
Se cubre de aromas y color.
Y ahí estaba yo, caminando ignorante a su encuentro, sin saber que un Principito lejano, muy lejano, más lejano todavía, había puesto su intención en crear belleza, y que esa belleza estaba ahí esperándome, azarosa y sutil, dejándose fotografiar.
Semillas, Principitos, intención, desprendimiento, generosidad. Nunca falla.
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