Con el tiempo siento crecer un escepticismo hacia
las propuestas, palabras e ideas que escucho, es como una ola que lo invade
todo. No me creo nada, por supuesto lo que dicen los políticos, banqueros,
militares, expertos de todo tipo. También las redes sociales y periodistas.
Todos enmascaran o interpretan la realidad según sus intereses, cuando no
mienten descaradamente. El escepticismo es una forma en que tienes de
defenderte de la decepción.
Las personas, al menos en el mundo occidental, estamos regidas por unas pocas
necesidades: el sexo y el poder y todo ello permite satisfacer una necesidad
secundaria, la valoración de uno mismo. A partir de eso se construye todo, se
miente, se manipula, se crean máscaras que engañan a otros en el juego de ganar
o, al menos, de no perder.
Leía ayer a Hans Kung escribiendo sobre la confianza
radical que permite creer en la vida y en Dios, eventualmente. Seguiré
leyéndolo pero me veo lejos de cualquier forma de confianza.
Pero no hay que confundir lo
que nos ofrecen los hombres con lo que nos ofrece la vida. Las de los hombres
siempre son ofertas interesadas, somos así, aun con buena fe. La vida, en
cambio, es clara y rotunda, nunca engaña ni decepciona; cruda pero auténtica.
Al final seremos luz, estiércol, agua, color, polvo, viento… todo y nada.
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