Cada viaje es una historia,
y cada pasajero la vive de distinta manera. Hay quienes se desplazan por
trabajo y los hay que lo hacen por placer. Hay veces en que el que se sube a un
tren va con prisas pues debe atender una urgencia impostergable y otras, en cambio,
en que su desplazamiento podría demorarse sin que vaya a pasarle nada. Los
rituales son semejantes en todos los lugares del mundo: el billete, la estación,
el andén, el destino, el equipaje, la despedida, el encuentro. Los trayectos
pueden ser cortos o largos. Siempre pasa algo: vas de un lado a otro. Y, sin
embargo, también podría decirse que no ocurriera en verdad nada. El tiempo se
suspende cuando cada cual ocupa su asiento y el tren inicia su recorrido. Se
abre entonces un paréntesis. Los paisajes van cambiando por la ventanilla, pero
lo más próximo, lo cercano, permanece igual.
Lo que ocurre en el tren
no ocurre en otros medios de transporte, quién sabe si por la regularidad que
transmite su movimiento. No hay turbulencias, no hay cambios rotundos de velocidad,
no hay posibilidad alguna de cambiar de derrotero. Los rieles imponen el
recorrido y, de alguna manera, marcan el ritmo. Ya sea ahora o hace cien años,
se viaje a velocidad de vértigo o se circule con una majestuosa lentitud, el
sosiego es la nota predominante. Ahí en los vagones, los pasajeros no tienen otra
que abandonarse y dejarse llevar. Hay un punto de salida y un punto de llegada,
quizá haya paradas intermedias. Y poco más.
El sosiego, la bonanza,
la tranquilidad, la placidez. El reino de la calma. Los trenes están llenos de
historias. De historias suspendidas y de historias imprevisibles. Cuando no
pasa nada, sólo ocurre que te desplazas, has interrumpido el ritmo habitual de
tu vida, cambias de lugar. Incluso los que han viajado en las peores condiciones,
hacinados y desesperados, conservaban en el tren la quietud del desplazamiento.
Pero también hay margen para que irrumpa el azar. Un encuentro casual, una
nueva relación, la fugaz imagen de un paraje, un descubrimiento: pensabas
que sólo ibas de un lado a otro, y el viaje te ha cambiado la vida.
El abanico de emociones
del viajero puede ser muy variado. Alegría, melancolía, tedio, tristeza,
pasión, inquietud, nerviosismo. Lo que hace el tren es tamizar cualquier exceso
y vaciarlo en esa atmósfera de sosiego. Por eso tiene una medida especial: la
medida de lo próximo, la medida de lo humano.
Ahora quieren que las pareja ya no se besen en las despedidas
ferroviarias. Están dispuesto a terminar con esos canones y rituales que
todos llevamos dentro antes de partir. Ni siquiera les conmueve retirar un acto
de amor, un acto de fe, un atributo, que durante siglos acompañó al viajero.
Consiguieron terminar con los pañuelos tendidos al viento por los andenes
y aquella imagen cinematografica de quien se despide corriendo por el
andén. Y ahora nos roban también el beso.
Pero el viajero, las emociones, el amor, prevalecerán. La
vida siempre arranca en un andén de cualquier estación.
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