martes, 20 de marzo de 2018

La mujer de la ventana


La primera vez que la vi estaba de pie frente a la ventana del vagón cafetería. Llevaba botas de cuero y medias negras. El tren iba de Barcelona  a Madrid , y ella, con el Mediterráneo y el cielo de fondo, parecía un cuadro de Sorolla.

Soy vendedor de alfombras para hoteles y siempre viajo en tren, el único transporte que permite tomar café y hacer llamadas telefónicas. Mi oficina es el asiento. Y en este despacho solitario, mi entretenimiento favorito es imaginar las historias de los pasajeros. Si me siento frente a un señor con traje y corbata, imagino que finge tener un trabajo normal pero en realidad es asaltante de bancos, y busca nuevos objetivos alejados de su ciudad. Si encuentro a un hombre que no para de hablar por teléfono, sospecho que está tratando de disuadir a su amante de que le confiese su relación a su esposa. Si veo a alguien, con cara de profesor, y leyendo libros de matemáticas del antiguo Egipto, pienso que se trata de un espía internacional escondido en la identidad del un despistado profesor de universidad. Es un hobby habitual, casi automático, que disfruto más que el cine, donde uno siempre sabe de antemano cómo van a acabar las historias.

Pero la mujer de la ventana era distinta. Ella no tenía una historia. Me resultaba imposible adjudicarle un sentido, una motivación o un contexto. Estaba hecha sólo de presente. Y en     segundo lugar, aunque nada en su semblante lo advertía, entendí desde el primer momento que ella también era una cazadora furtiva de personajes, que me había descubierto a mí, y que entre nosotros se establecía es ese instante una relación especial. No, no estoy hablando de sexo. De hecho, ni siquiera nos hablamos. Nuestra historia sólo podía estar hecha de silencios.
Volvimos a encontrarnos dos meses después, en el coche bar de un Madrid-Gijón. Esta vez, su falda verde combinaba con el paisaje montañoso de las ventanas. No hice ninguna llamada durante ese viaje. Me limité a disfrutar de su presencia, mirando de vez en cuando a otro lado para que ella pudiese verme a mí.

A partir de entonces, nuestros encuentros se hicieron más frecuentes. La vi con fondo de molinos castellanos y despeñaperros, entre rías y pinares. A menudo su presencia no era tan obvia. Se sugería dejando un pañuelo en el asiento o un borrón de carmín en el espejo del baño. Sólo yo sabía que eran sus señales, y que lo nuestro se parecía sospechosamente al amor.

Ayer, finalmente, me concedieron un ascenso. Mi jefe me anunció sonriente que ya no tendría que viajar tanto, y sólo lo haría a destinos europeos y en avión.

Hoy renuncié al trabajo...

No hay comentarios:

Publicar un comentario