Cuando yo era un niño, de tanto en tanto y de golpe, la luz
se iba en casa y nos dejaba a oscuras y en silencio. Era un momento mágico. La
televisión enmudecía de repente y todo a mi alrededor se hundía en un negro
intenso que dejaba al mundo mudo y sordo. En la oscuridad y por un instante
sólo se escuchaba las respiraciones agitadas por la confusión. La primera en
reaccionar siempre era mi madre. “vaya, otra vez se nos ha ido la luz”, y
palpando se acercaba al cajón del mueble del comedor donde guardaba algunas
velas y un plato de postre viejo que había quedado huérfano años atrás. Cuando
mi madre encendía la vela, aparecían de nuevo las caras sonrientes de mis
padres y, más allá, todo un universo de sombras que parecían bailar sin
melodía. Yo no tenía miedo y me gustaba sentir a mi alrededor todas esas
figuras etéreas que se movían, pero aún así preguntaba a mi madre si eran
reales, aquellas sombras. Ella siempre decía. “Calro que son reales, las
sombras son reales, si tú las quieres ver; igual que los sueños, que son reales
mientras los sueñas”. Y tenía toda la razón. En algún momento, siempre acababa
por olvidarme de las sombras y la llama de la vela acaparaba toda mi atención.
Bailaba, se movía, a veces parecía crecer y a veces se hacía más pequeña, huía de
mi aliento y, poco a poco, se comía la cera que se posaba mansamente en el plato de postre. Hasta que se apagaba. Pero muy lentamente, sin esfuerzo, como
si supiera que ese era su destino, y por fin descansar. La llama se apagaba
oscureciendo de nuevo las caras de mis padres y borrando las sombras. Y las
sombras dejaban de ser reales escondiéndose de nuevo en la oscuridad. Pero sólo
por un momento, porque sabía que, aunque mi madre cogiera otra vela, volvería
nuevamente a la realidad lo que yo quería encontrar. Con el tiempo descubrí que
las pequeñas llamas se alimentan, sobretodo, con las ganas y el entusiasmo que
le pongamos a las cosas…
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