lunes, 29 de julio de 2013

Cuando yo era un niño, de tanto en tanto y de golpe, la luz se iba en casa y nos dejaba a oscuras y en silencio. Era un momento mágico. La televisión enmudecía de repente y todo a mi alrededor se hundía en un negro intenso que dejaba al mundo mudo y sordo. En la oscuridad y por un instante sólo se escuchaba las respiraciones agitadas por la confusión. La primera en reaccionar siempre era mi madre. “vaya, otra vez se nos ha ido la luz”, y palpando se acercaba al cajón del mueble del comedor donde guardaba algunas velas y un plato de postre viejo que había quedado huérfano años atrás. Cuando mi madre encendía la vela, aparecían de nuevo las caras sonrientes de mis padres y, más allá, todo un universo de sombras que parecían bailar sin melodía. Yo no tenía miedo y me gustaba sentir a mi alrededor todas esas figuras etéreas que se movían, pero aún así preguntaba a mi madre si eran reales, aquellas sombras. Ella siempre decía. “Calro que son reales, las sombras son reales, si tú las quieres ver; igual que los sueños, que son reales mientras los sueñas”. Y tenía toda la razón. En algún momento, siempre acababa por olvidarme de las sombras y la llama de la vela acaparaba toda mi atención. Bailaba, se movía, a veces parecía crecer y a veces se hacía más pequeña, huía de mi aliento y, poco a poco, se comía la cera que se posaba mansamente en el plato de postre. Hasta que se apagaba. Pero muy lentamente, sin esfuerzo, como si supiera que ese era su destino, y por fin descansar. La llama se apagaba oscureciendo de nuevo las caras de mis padres y borrando las sombras. Y las sombras dejaban de ser reales escondiéndose de nuevo en la oscuridad. Pero sólo por un momento, porque sabía que, aunque mi madre cogiera otra vela, volvería nuevamente a la realidad lo que yo quería encontrar. Con el tiempo descubrí que las pequeñas llamas se alimentan, sobretodo, con las ganas y el entusiasmo que le pongamos a las cosas…

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