viernes, 21 de septiembre de 2018

MOUSSA AG ASSARID

TÚ TIENES EL RELOJ, YO TENGO EL TIEMPO...
A veces conviene despojarse del férreo hermetismo que aprisiona nuestras vidas urbanitas y desnudarse ante la vida para conocer nuestra verdadera esencia y felicidad. Abandonar ese politiqueo de circo que se inunda de los mass media y de enemigos del equilibrio para ahondar en una dimensión más humana y sincera. Ese retorno y fluido libre, son el alimento que nos libera de esa esclavitud y celeridad, tan propia del consumismo diario que vivimos en las sociedades avanzadas.
Hace un par de días me topé con una entrevista muy especial que empecé a leer por curiosidad y terminé enmarcando como si se tratara de un trofeo de incalculable valor existencial. Me refiero a MOUSSA AG ASSARID, un tuareg que un dia abandonó el desierto para abrazar la cultura de la ciudad. Recomiendo su lectura.
Moussa es tuareg. Tiene cerca de 30 años y cautiva con la suavidad de sus gestos, la dulzura de su voz y lo que cuenta. Un día, en un bar, charló al azar con un desconocido acerca de su añorado mundo. Y resultó ser un editor… que se empeñó en publicarle "En el desierto no hay atascos. Un tuareg en la ciudad" (Ed. Sirpus). Hoy este libro es todo un éxito en Francia, y Moussa, sin buscarlo, es ya una celebridad mediática. Moussa interpreta este hecho como un designio y lo aprovecha para defender la vida nómada y pastoril de los tuareg. Nació en un campamento nómada tuareg, entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. Ha sido pastor de los camellos, de cabras, corderos y vacas de su padre. Hoy estudia Gestión en la Universidad Montpellier. Está soltero y defiende a los pastores tuareg. Es musulmán pero sin fanatismos. Escuchemos sus sabias y sencillas palabras.
“El ropaje de los Tuareg es de un azul bellísimo. Para nosotros es el color del mundo, el color dominante, el techo de nuestra casa. Tuareg significa "abandonados", porque somos un viejo pueblo nómada del desierto, solitario, orgulloso: "Señores del Desierto", nos llaman. Nuestra etnia es la “amazigh” (bereber) y nuestro alfabeto es el “tifinagh”. Somos unos tres millones, y la mayoría todavía nómadas. Pero la población decrece... "¡Hace falta que un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!", denunciaba una vez un sabio. Yo lucho por preservar este pueblo. Pastoreamos rebaños de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de silencio. Si estás a solas en el silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo.
En el desierto me despierto con el sol. Ahí están las cabras de mi padre. Ellas nos dan leche y carne, nosotros las llevamos a donde hay agua y hierba. Así hizo mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre. y yo. ¡No había otra cosa en el mundo más que eso, y yo era muy feliz en él! A los siete años ya te dejan alejarte del campamento, para lo que te enseñan las cosas importantes: a olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarte por el sol y las estrellas. Y a dejarte llevar por el camello, si te pierdes: te llevará a donde hay agua. Allí todo es simple yo profundo. Hay muy pocas cosas, ¡y cada una tiene enorme valor! Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Cada roce es valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos, de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, porque cada uno ya es.
Lo que más me chocó en mi primer viaje a Europa fue ver correr a la gente por el aeropuerto. ¡En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de arena! Me asusté, claro. También vi carteles de chicas desnudas: ¿por qué esa falta de respeto hacia la mujer? me pregunté. Después, en el hotel vi el primer grifo de mi vida. Vi correr el agua y sentí ganas de llorar. Qué abundancia, qué derroche. ¡Todos los días de mi vida habían consistido en buscar agua! Cuando veo las fuentes de adorno en las ciudades europeas aún sigo sintiendo dentro un dolor muy inmenso...
A principios de los 90 en mi tierra natal hubo una gran sequía, murieron los animales, caímos enfermos... Yo tendría unos doce años, y mi madre murió... ¡Ella lo era todo para mí! Me contaba historias y me enseñó a contarlas bien. Me enseñó a ser yo mismo. Convencí a mi padre de que me dejase ir a la escuela. Casi cada día yo caminaba quince kilómetros. Hasta que el maestro me dejó una cama para dormir, y una señora me daba de comer al pasar ante su casa... Entendí que mi madre estaba ayudándome.
Mi pasión por la escuela nació cuando hace un par de años pasó por el campamento el rally París-Dakar, y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Me lo regaló y me habló de aquel libro: “El Principito”. Y yo me prometí que un día sería capaz de leerlo... Y lo logré. Así fue como conseguí una beca para estudiar en Francia. Pero lo que más añoro en Francia es la leche de camella, el fuego de leña y caminar descalzo sobre la arena cálida del desierto. Pero sobre todo las estrellas; allí las miramos cada noche, y cada estrella es distinta de otra, como es distinta cada cabra. Aquí, por la noche, miráis la tele. Tenéis de todo, pero no os basta. Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Os encadenáis de por vida a un banco, y hay ansia por poseer, de sufrir frenesí y tener prisa. En el desierto no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!
En el lejano desierto, dos horas antes de la puesta del sol, baja el calor y el frío aún no ha llegado. Los hombres y los animales regresan lentamente al campamento y sus perfiles se recortan en un cielo rosa, azul, rojo, amarillo, verde... Es un momento mágico. Entramos todos en la tienda y hervimos té. Sentados, en silencio, escuchamos el hervor. La calma nos invade a todos, los latidos del corazón se acompasan al “pot-pot” del hervor. Aquí tenéis reloj, allí tenemos tiempo”.
MOUSSA AG ASSARID
Touareg, nómada del desiert


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