Juan Palomo i Cadernera era un
santo. Un verdadero santo, digno de ser venerado en un altar al lado de castos
varones del antiguo y del nuevo testamento.
No es que él fuera célibe, no,
Estaba casado, o sea, que tenía hijos, dos hijas para ser exactos, y mujer,
como la mayoría de los mortales. Y la cosa que le hacia especialmente bueno,
que le daba aquella aura de santidad, era precisamente su mujer, su costilla,
su media naranja. O puede ser que tendríamos que decir el carácter de su
consorte.
Que la Brigida era una mujer de
carácter ninguno lo dudaba. Y que carácter! Fuerte, decidida, capaz de
enfrentarse a un guardia civil de Roquetas a pecho descubierto (es un decir)...
Todo al revés de nuestro Juan, que era tímido y apocado como un pajarillo, como
una novicia, si es que las novicias de ahora lo son.
Naturalmente la señora Brigida
llevaba los pantalones en su casa! Claro que esta expresión no tiene ningún
sentido actualmente, porque esta pieza de ropa ha dejado de ser patrimonio de
la masculinidad. Mejor tendríamos que decir que mandaba sobre su marido y sus
hijas como un rey absolutista, como un déspota, como un arbitro de fútbol.
Siempre a punto de sacar una tarjeta roja al pobre padre de familia, que era
tratado como si fuese el equipo visitante, como si jugase siempre en campo
contrario.
Por eso cuando la empresa del pobre
hombre hizo fallida y se fue a quedar en el paro. Juan, a parte del
disgusto normal de perder el trabajo, tuvo otro adicional: la perspectiva que
se le presentaba de pasarse las 24 horas en casa, en compañía de aquel
sargento de artillería que tenía por mujer.
Y si cuando llevaba un buen sueldo a
casa ya era objeto de menosprecio y de burla, ahora que nada más tendría el
subsidio tan escaso que le concedía el estado, ya se podía preparar!
- Inútil! Fracasado! - le decía
continuamente la Brigida.
Y eso todavía lo podía soportar.
Pero cuando empezó a tomar el improperio de moda, el sustantivo
"perdedor", que salía tantas veces en la películas norteamericanas,
Juan encontró que ya era demasiado. Que le dijeran insultos propios de su país,
de su lengua, todavía lo podía aguantar. Pero que ella tuviese que ampliar su
vocabulario con neologismos importados, eso ya pasaba de la raya!
- Basta! clamó como un anima en pena
nuestro héroe. Decidme "vago", decidme "gandul",
decidme...No sé! Decidme lo que queráis, pero no me digáis
"perdedor"!
Y, dicho aquello, se retiró,
temeroso de la reacción de la Furia que tenía delante.
La Brigida, que era alta y seca como
una cigüeña, miró al pobre Juan como si fuese un gusano en el margen de
una hoja, a punto de ser engullido.
- Al señor no le gusta que le digan
"perdedor"! - exclamó poniendose las manos en la cintura, igual que
si fuera a cantar una jota aragonesa .
Desde aquella infausta fecha, el
epíteto "perdedor" acompañó la vida familiar del pobre Juan.
"Perdedor" por aquí, "perdedor por allá... por cualquier motivo,
por cualquier falta al rígido reglamento impuesto por la señora de la casa,
salía el odiado insulto, el más detestado, el que encontraba más degradante,
más insoportable.
Los dos ángeles engendrados por el
nuevo parado, se agregaron a la letanía de la Brigida. No se lo decían para
hacerle enfadar. Ellas, sus hijas lo dejaban caer de paso, como si fuese una
cosa sabida:
- Tú, padre, como que eres un
perdedor...
O bien, la más pequeña:
- Hoy en la escuela nos han
preguntado el oficio de los padres. Y yo les he dicho que tu eres un perdedor.
No sé bien por qué, pero todo el mundo ha reído...
Juan habría querido hacerse el
harakiri, si hubiese sabido como se lo hacían los jodidos japoneses para
abrirse el vientre...
Él pensaba que no podía
aguantar más, en la cada vez mayor escalada de "distinciones" que se
producían hacia su persona en el hogar familiar. Por eso, cuando su esposa le
dijo que su hermano, el animal del Agapito, se había separado de la mujer y que
venia a vivir con ellos, chilló diciendo que no. Que de ninguna manera! Que no
cabria en el piso, que...
No le sirvió de nada,
naturalmente. Sólo para recibir insultos, y para encontrarse con el hecho
consumado de la llegada del "desconsolado" pariente, que comparecía
con sus maletas y con su escopeta de caza colgada a la espalda, dentro de su
funda, eso sí.
- Dormirá en el comedor, de momento
al sofá - dijo Brigida - .Más adelante compraremos un sofá cama, para que esté
más cómodo...
- Qué quiere decir más adelante! No
era una medida provisional, mientras no encuentre un piso para él solo?
- Cuesta hoy encontrar un buen piso
un poco bien de precio, Juanl. A parte de que él tiene un buen sueldo y podrá
aportar una parte, que buena falta nos hace contigo en el paro..
- Si madre - dijeron las niñas -
.Que el tío Agapito en muy "enrollado" y ha prometido llevarnos un
día a cazar con él.
- Pero...
- Deja ya de poner pegas, Juanl!
Está decidido. El pobre Agapito está muy triste por causa de la separación y
hemos de consolarle. A ver si también fracasas en eso! Mira de distraerlo, de
llevarlo a pasear...
Pero el tío Agapito no parecía muy
afectado por su desgracia. Más parecía como si se fuera liberado, contento como
unas pascuas...
De seguida se hizo el amo del
comedor. Del comedor y de la "tele", o mejor dicho del mando a
distancia. Y como que le gustaba mucho el fútbol, entonces todo el día veían
por la pequeña pantalla señores en pantalones cortos corriendo detrás de una
pelota. Y, todavía peor, inacabables tertulias de doctos ancianos discutiendo
hasta la extenuación si era mejor que jugase Ronaldinho por la derecha o por el
centro...
Y el olor a tabaco?
Juan había sido un fumador
empedernido, pero lo había dejado por exigencias de su consorte. Y ahora,
cuando sentía el olor a tabaco que fumaba el cuñado, le venían como unas
arcadas, un malestar...
- Cómo quieres que le prohiba que
fume, hombre de Dios? Con el disgusto que está pasando, nada más faltaría...
- Es que me está matando. No soporto
el olor del tabaco. Y tampoco esa música que escucha de noche, cuando estamos
ya acostados. Si al menos le gustase la música normal...
- La música étnica de Africa
ecuatorial es muy normal, Juan. Él vivió allí una temporada y se quedó
enamorado. Le sirve de consuelo...
- No sé si lo podré aguantar,
Brigida. Esto es más fuerte que yo!
- Y tanto que lo aguantaras! Anda,
girate y duerme, que mañana será otro día...
A la mañana
siguiente, Juan sintió un escozor en la espalda. Se palpó y notó
como unos pequeños bultos a cada costado, una cosa dura, como si los
omoplatos le creciesen.
No dijo nada, naturalmente. Debían
ser manías suyas. Y además, su mujer, seguro que le diría alguna cosa
desagradable, ya la sentía: Debe ser el hueso de la espalda, el hueso de la
ganduleria y del fracaso! Perdedor, más que perdedor...! Seguro que me suelta
alguna fresca!
Todo el día sintió aquella molestia
presente, y le parecía que cada vez se hacia más fuerte.
En la soledad del lavabo, a media tarde
se lo fue a examinar. No se lo veía bien. Por muchas posturitas que hacia
delante del espejo, no conseguía poner las misteriosas prolongaciones delante
del espejo. Pero sí, se habían hecho más gruesas, casi le salían de la espalda
un par de centímetros... Eran como... no lo sé!... como unas alitas de pollo.
Naturalmente se asustó. Pero el
cuñado ya había llegado del trabajo y decidió callarse. Después en la
habitación hablaría con Brigida...
Se puso la camisa y la bata de estar
por casa, y se sentó en el sofá, que hacia olor a tabaco y a
sudor del pariente.
- Hola, Juanl! Cómo vas? Mira, hoy
veremos el partido de semifinales de la recopa, juega el Almería contra el
Salermo de Italia. Quién crees que ganará?
- No sé, ya sabes que a mi eso del
fútbol no me interesa mucho...
- Ya te aficionaras, hombre! Cuando
lleves unos años viendo estos partidos tan interesantes, ya veras como te
acabara gustando! -
- No le hagas caso, Agapito -
intervino Brigida, sentada en la butaca - , a mi marido le gusta mucho llevar
la contraria. Siempre lo hace, pero al final todavía agradece que le fuercen a
hacer cosas que al principio no le gustan...
- Si, ya lo sé! Si en el fondo le
interesa más el fútbol que a mí!
Juan calló. Tenía que hacer
alguna cosa, tenía que imponerse! Pero cómo? Él era así, tímido y poco
decidido, y su mujer le tenía tan dominado que era inimaginable que se
rebelase.
Cenaron con la televisión a toda
pastilla, explicando la causa del empate a cero que había conseguido el equipo
andaluz. Una gesta comparable, según los tertulianos, a la conquista de la Luna
o al descubrimiento de América.
- Te ha gustado el partido, eh?-
dijo Agapito- Pues mira. Esto también te gustará... Me he comprado un disco al "top
manta" que es una pasada. Se trata de un concierto de tam-tam de Kenia con
el coro de mujeres de la tribu de los Watussi, que es buenisimo. Un poco
ruidoso, pero muy interesante...
Aquella noche, en la cama, al lado
de su mujer, Juan se revolcaba, agitado por el nerviosismo y por la
incomodidad que le provocaban las dos alitas de la espalda... Mientras en el
comedor sonaba la música rítmica y monótona de las selvas
centroafricanas, Juan probaba de introducir el tema. Cómo debería de
decirle a su pareja "eso" de las protuberancias...?
- Escucha, Brigidita mía... Me ha
salido unos... unos alerones aquí en los omoplatos que...
- Qué dices de alerones, ni de
puñetas! Debe ser los huesos de la espalda que no te dejan trabajar, gandul,
más que gandul! Anda, calla y dejame escuchar el disco de mi hermano. Es bueno,
eh? Tiene un gusto exquisito Agapito! Mi padre siempre lo decía: este chico
será un artista!
Poco a poco, Juan entró en un
estado de letargo, medio adormilado por el ruido de los timbales selváticos y
por el compás rítmico de los ronquidos conyugales..
Soñó.
Soñó cosas terribles.
Era una gallina, la última del
gallinero, la que todo el mundo picaba y la que no tenia a nadie para
picar. El gallo la sometía a un trato vejatorio, abusaba de ella delante de las
otras gallinas, que cloqueaban sin parar.
Se despertó entre un grito de
angustia. Se incorporó, y sentado en la cama se llevó la mano hacia atrás. En
la espalda alguna cosa muy gruesa que le hacia daño se doblaba entre las
sabanas...
- Quieres estarte quieto Juan?! dijo
Brigida sin llegar a despertarse.
- Si, amor mío...
Se palpó las adherencias, que habían
crecido desorbitadamente. Ahora eran como dos velas. como si le hubiesen
enganchados dos velas de balandro. Pero el tacto... El tacto era como si fuesen
plumas!
Corrió hacia el baño, a oscuras, por
no acabar de despertar a la terrible Brigida. Aquellas
"cosas" arrastraban por tierra, pero las sentía vivas, fuertes,
como si siempre hubiesen formado parte de su anatomía.
Con la puerta cerrada encendió el
fluorescente de encima del lavabo y ahora si que hizo un grito de espanto.
En la espalda se veían dos alas
enormes como de águila, como de halcón... No, como de palomo, bien blancas,
llenas de plumas blancas...
Movió con fuerza la espalda,
adelante y atrás, y las nuevas extremidades se alzaron majestuosamente,
regias... pero chocaban contra las paredes laterales, contra las baldosas
rosadas del cuarto de baño.
Detrás suyo, sintió un grito ronco,
un grito agónico. Y le siguió una pregunta en tono acusatorio, de
reprobación...
- Se puede saber que es esto, Juan?
Qué haces aquí con este disfraz de ángel?
Bajó las alas y vio a través del
espejo el rostro huesudo y anguloso de su mujer, orlado con decenas de rulos de
colores que le estiraban los pocos cabellos teñidos de rubio, y le daban un
aire de careta trágico-cómica entre el rostro de la Medusa y la carota de una
falla de Valencia..
Esta aparición le encendió la luz,
le reveló el por qué de todo. Las alas que le habían crecido en la espalda eran
un regalo del cielo, una ayuda impagable de los dioses, para que pudiera
ganarse la libertad.
Tendría bastante con posarse sobre
la barandilla del balcón y lanzarse al vacío. Después, comenzaría a agitar a
aquel dúo extraordinario y se pondría a volar, cielo adentro, huyendo por fin
de la esclavitud de su mujer, aquel sargento que le martirizaba, de sus hijas.
cómplices muchas veces de la madre, y de su cuñado, brutal y egoísta...
Aprovecho que Brigida salía al
pasillo. gritando como una loca, para correr hacia el comedor, abrir la puerta
del balcón, y ejecutar su plan.
Pronto se encontró flotando en el
aire, planeando con todas las plumas, con una sensación de libertad, de
ligereza que valía un imperio. Después, comenzó a agitar las alas, y comprobó
que sabia hacerlo perfectamente, que volaba como un pájaro. Era sencillo
impulsarse hacia delante, girar, relajar los músculos para perder impulso.
- Agapito. Agapito! - sintió aquella
voz estridente, que tan bien conocía, que gritaba a su espalda -. Agapito! Haz
alguna cosa que se escapa. Juanl se escapa! Se va. Me abandona a mi... a las
niñas..."!
En aquel momento supremo, Juan
dudó. Sintió las vocecitas de sus hijas, ya lejos, que gritaban:
- Papa, papa! Dónde vas?
Paró el vuelo y se quedó un momento
planeando en el aire.
Entonces vio a su cuñado, Agapito,
que le apuntaba con la escopeta de caza. Se dio cuenta demasiado tarde, cuando
los dos agujeros negros, tan juntos, que aparecían dos ojos acusadores,
desaparecieron detrás de un estruendo fuego y de humo.
Probó de emprender de nuevo el
vuelo, pero una lluvia de perdigones le quemó la carne, al mismo tiempo que
sentía como un trueno ensordecedor. Forcejeó para recuperar el dominio de sus
alas, tan nuevas, pero una segunda lluvia de plomo lo precipitó hacia el suelo,
hacia el asfalto.
Mientras caía, todavía sintió la voz
estridente de su mujer que exclamaba:
- Pobre Juanl! Ha sido un
perdedor hasta el final...!