lunes, 1 de febrero de 2016


Cuando era joven, compré en una feria del libro viejo los siete volúmenes de "A la búsqueda del tiempo perdido" de Proust. Cada cierto tiempo leo trozos, uno de los libros entero, da igual cuál. El placer de leer a Proust lo comparo con dejarse mecer por las olas mientras haces el muerto y contemplas un cielo azul lleno de belleza (literaria en esta ocasión). No importa lo que hay antes ni después, es puro placer sin más.
De vez en cuando surge una frase, un redescubrimiento que vuelve a tu cabeza. El encuentro con el sr. Legrandin, por ejemplo, me fascina desde que leí la obra por primera vez en 1982. Un hombre arribista que cumplimenta a una señora elegante y que se cruza con el narrador y su padre haciéndole guiños de complicidad sin que se entere su acompañante. Lo de "enamorada pupila en rostro de hielo" me parece genial.
"Cerca de la iglesia nos cruzamos con Legrandin, que venía en dirección opuesta a la nuestra, acompañando a la señora de antes al coche. Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no salía de los párpados; y que, como no interesaba los músculos de su rostro, pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, queriendo compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que nos concedía toda la vivacidad de su gracejo, que, pasando de la jovialidad, frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños de la connivencia, de las medias palabras, de lo supuesto, hasta los misterios de la complicidad, y que, finalmente, exaltó las garantías de amistad hasta las protestas de ternura, hasta la declaración amorosa, e iluminó entonces a la dama con secreta e invisible languidez, sólo perceptible para nosotros, enamorada pupila en rostro de hielo"

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