¿Quién puede no querer a Platero
leyendo sus páginas? El amigo fiel y sencillo que todos queremos tener a
nuestro lado.
Era la comida de los niños. Soñaba la
lámpara su rosada lumbre tibia sobre el mantel de nieve y los geranios rojos y
las pintadas manzanas coloreaban de una áspera alegría fuerte aquel sencillo
idilio de caras inocentes. Las niñas comían como mujeres; los niños discutían
como algunos hombres. Al fondo, dando el pecho blanco al pequeñuelo, la madre,
joven, rubia y bella, los miraba sonriendo. Por la ventana del jardín, la clara
noche de estrellas temblaba, dura y fría.
De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de la madre. Hubo un
súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron
tras ella, con un raudo alborotar, mirando espantados a la ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada por
la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce
comedor encendido.
De pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de la madre. Hubo un súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron tras ella, con un raudo alborotar, mirando espantados a la ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada por la sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor encendido.
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