lunes, 30 de marzo de 2015

El lamento de Ipuwer

El lamento de Ipuwer

 Siempre he creído en las palabras. Mi padre y, antes que él, mi abuelo, creyeron también en ellas, en el poder de creación que encierran, en la fuerza de sus símbolos que son capaces de evocar mundos desaparecidos, divinidades invisibles, verdades encerradas en el corazón de los hombres. Por las palabras se puede dar la vida, como yo estuve a punto de hacer. Por ellas vale la pena cualquier esfuerzo porque sólo con pronunciarlas en el secreto de una habitación, frente a la divinidad que convocamos, sientes el aliento de la tierra, la fuerza del dios en tu boca.

 Mi nombre es Ipuwer, Ipu el príncipe de los escribas, me llamaban hace algún tiempo, cuando la palabra era un arcano secreto, un misterio que los sacerdotes escribas como yo pronunciábamos con la unción de lo que está por crear, de aquello que irá tomando forma en nuestro interior. Cierro los ojos, ahora que llego al final de todos los caminos, y recuerdo este tiempo desgraciado que me ha tocado vivir. Ay, faraón, hijo de Horus, ¡qué desgracia has traído a esta tierra!, ¿por qué ignoraste tanto tiempo la ley de Ma’at, la prudencia, la justicia que te debían acompañar? ¿Por qué dejaste a tu pueblo abandonado a su suerte?. Ay, que el tiempo de la gloria ya se pierde en los tiempos pasados, cuando el hijo del dios decretaba qué debía hacerse y cómo, cuando el pueblo obedecía aterrado ante su poderío. Ay, que mi mundo, como el torno de un alfarero, ha girado sin cesar y ahora todo cambió de lugar: el pobre se viste de riqueza, el noble se arrastra por el polvo, el ignorante es rey y el sabio no tiene qué comer, olvidado de todos.

 Escuché aquel día el estrépito que hacían los hombres al forzar la puerta de la Casa de la Vida. Algunos sacerdotes jóvenes se refugiaban atemorizados entre las estanterías. Les dije, ¡no tengáis miedo porque el dios estará con nosotros hasta el final!, ¡no tembléis como gallinas prestas al sacrificio!. ¡No olvidéis a quién servimos!. Uno de ellos, que siempre había sido el más descarado, osó responderme: ¡A quién servimos no está aquí para defendernos, viejo Ipuwer!. Le miré con desprecio para contestarle: Sólo servimos a la palabra, joven cobarde, es la palabra la que nos dignifica protegiéndonos del miedo y la cobardía, de la herida y el fuego.

 Pero creo que no me escuchaban. Cuando los hombres enloquecidos derribaron la última puerta y entraron en tropel, me apartaron a un lado de un empujón para abalanzarse sobre los papiros alineados en sus lugares, la palabra sagrada que sólo debe pronunciarse en el silencio de los muertos, la palabra que llama al dios para que nos ayude, nos consuele y tenga piedad de nosotros. Los sacerdotes huyeron, mezclados entre los asaltantes, mientras yo recitaba en voz alta: “Oh, Thot, llévame a Hermópolis, tu ciudad, donde la vida es dulce. Cúbreme de comida y cerveza, guarda mi boca cuando yo hable. Oh, Thot, gran palmera de setenta codos, dáme tus frutos, bendíceme con el agua de su pulpa para que no olvide manifestar tu gloria. Oh, Thot, consuélame en la aflicción, haz que mi boca sea una manantial para cantar tus alabanzas”.

 Ya los hombres desplegaban los papiros, los secretos quedaban desvelados entre risas, algunos los gritaban desde una ventana, otros extraían de un arcón los títulos de propiedad, los registros de las tierras, todo era quemado allí mismo. Huí cuando el fuego prendió en varios papiros y se fue extendiendo inmediatamente por toda la habitación. Me alejé llorando sin que nadie me dijera nada, todos riendo alborozados de su hazaña, tantos secretos perdidos, tantas palabras que ya nada podrían evocar. Oí mi nombre y vi al anciano que cuidaba la puerta de la Casa de los Libros. Me señaló la espesa humareda que salía de sus ventanales. Ipuwer, me dijo, vete lejos, hermano, vete. La palabra, susurré, las palabras perdidas... Nada se ha perdido, príncipe Ipu, sino lo que Amón quiso que se perdiera. Tú, que has amado tanto las palabras, deja a partir de ahora que ellas te llamen, abre tu corazón para que vuelvan a surgir.

 Me fui pensando en lo que había dicho. Caminé por las afueras y salí al campo. Todo estaba cambiado. Los nobles se lamentaban, los pobres se regocijaban con su desgracia. El río se desbordaba sin que nadie contuviera su aliento ni lo condujera hacia las tierras feraces de antaño. ¿Qué ha pasado en el mundo, oh, señor de la Justicia?, grité, ¿qué ha sido del mundo que vivieron mis abuelos, mis padres y tantas generaciones antes que yo?. ¿Por qué me ha sido dado contemplar tantas miserias, tanta aflicción?. Los campos abandonados, el oro que escasea, ni siquiera el cedro para las tumbas llega hasta los que mueren. Ay, si el mundo acabara finalmente, si todas las mujeres fueran estériles y los niños murieran sin esperar al mañana. Nada más merecemos sino el final de la vida, la conclusión de las miserias de los hombres.

Caminé por la orilla del río sorteando a hombres que peleaban intentando robarse unos a otros, barcas hundidas, mujeres que lloraban. Anduve diez días y diez noches hasta que llegué al borde del desierto, allá donde Set tiene su dominio y Atón calcina como el fuego. Me senté y sentí que mi ka quería volar más allá de mi cuerpo, donde sería juzgado en la balanza para saber si habría otra vida mejor para mí. Oh, Thot, musité, he perdido las palabras que me confiaste, las he perdido todas. Entonces, desalentado, recordé el comentario de aquel viejo, y me serené. Una paz desconocida fue invadiéndome por dentro, allá donde empecé a sentir el flujo divino de una nueva palabra que brotaba de mi corazón, de mi vientre, que modelaba con mis brazos y piernas.

 Señor de la Verdad, ése es tu nombre. He llegado hasta ti con las manos abiertas y el corazón cansado de maldad. He rechazado la falsedad por ti. No he empobrecido a otros. No hice mal a nadie. No he desposeído a los hombres de lo que era suyo. No he provocado hambre, no he calumniado. Ni he matado ni mandado matar. No he arrebatado la comida de los espíritus, no le quité la leche de los labios a ningún niño. No retuve ganado de las ofrendas a los dioses. Señor de la Verdad, soy puro como el Ojo Sagrado en Heliópolis. He amado tu palabra, la he pronunciado siempre con reverencia. Y ahora aquí me encuentro, desposeído de todo, camino de mi sentencia, más cerca del polvo que del agua, roto mi corazón y quebradas mis ilusiones. Finalmente, sólo tengo una cosa dentro de mí, algo que ofrecer para implorar tu perdón. Tengo la palabra del hombre que sufre, del hombre que pasa por este mundo con la esperanza de un mañana, del que ama tanto las palabras que ellas constituyen su vida. Tengo los labios para pronunciarlas, tengo los ojos de mi interior para construirlas, la lengua que me ayuda a invocarlas, los dientes que las retienen, las piernas que me permiten extenderlas por doquier. Tengo la palabra, Señor de la Verdad, la que me hará finalmente inmortal. Deja que la pronuncie por última vez.


 Y así me incliné hasta que mi frente tocó la tierra, cerré los ojos y llamé a mi dios. No sentí ya calor alguno, ni viento ni lo ardiente de las arenas. Sólo me llegó el aliento fresco que había evocado, el dios que acariciaba mi pecho, el que apoyaba su mejilla contra mi pelo. Supe entonces que el mundo podría hundirse a mi alrededor pero el mundo era efímero. Cuando terminara entre alaridos de miedo y huracanes de polvo, cuando ya no quedara ni una vida sobre su superficie, cuando ni un barco desplegara sus velas sobre el gran río. Entonces, quedaría la palabra. Y sonreí, conforme.

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